sábado, 4 de junio de 2011

Dejó escrito Borges que, de todos los inventos del hombre (el microscopio, el telescopio, el teléfono, etc.) el libro había sido el más asombroso. Todos los inventos han sido una extensión del cuerpo y de sus sentidos, pero el libro, en palabras de Borges, es otra cosa: es una extensión de la memoria y la imaginación.
A estas apreciaciones añado la ilimitada capacidad de renovación que posee el libro. La relectura es posiblemente la única lectura verdadera, porque ella propicia un libro nuevo donde creíamos haber leído uno antiguo. Ya Heráclito nos aviso de esa condición esencial. La relectura, pues, es evidencia de lo que nunca atisbamos y al mismo tiempo aviso de que estamos obviando, en el momento, cualidades de la obra. Pero esa es la finitud que no acoge y leer es un ejercicio, cada vez más, indiscutiblemente más, de selección. Es esa la trayectoria de un lector que aspira a dar de leer a su espíritu un puñado de libros: una selección idónea.
A todo esto, si añadimos que el lector es escritor, deberá tener en cuenta el principio de la imitación que tanto gustaba a Stevenson. Y es cierto que la imitación es un ejercicio necesario al comienzo, sobre todo para solaparse a un tono, a una cosmovisión. Sergio Pitol, el mejicano polaco, el mejicano de lecturas cruzadas, dice que el escritor deberá salirse del tren por el que se encauzó en cuanto caiga en la cuenta de que puede sobrevivir en el desierto. Arrojarse fuera de la trayectoria que lo mantenía guiado es una decisión. Pero deberá hacerlo con su propio lenguaje, con todo eso que al final llamamos estilo.
De tal forma que un libro leído en repetidas ocasiones se convierte al fin en varios libros. Al igual que la vida, una vida es la contención de varias vidas, muchas, múltiples, heterónimas, como quería Pessoa. Puede, incluso, que ninguna de esas lecturas ni de esas vidas se asemejen a las anteriores ni compartan un ápice de similitud en nada que siempre tendrá uno la sensación de poder haber aprovechado la suya de otra manera, sobre todo si sabe que jamás podremos revivir como releemos.


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Si estas páginas fuesen leídas dentro de unas décadas o de un lustro o de varios de ellos, me gustaría que hubiese quedado claro que soy autor de mi tiempo. Y como tal, afirmo lo siguiente: todo lo que se escribe ahora, en 2011, es un anacronismo.


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Es obvio que un diario se presta a ser un palimpsesto continuado, una tablilla en que se graban los retazos de un ser pasajero. Esa idea feliz me sobrecoge, porque de la misma forma que uno debe establecer una lista de obras predilectas para poder leerlas antes que otras, la transcripción de las palabras ajenas son la más perfecta composición de elogio. Por eso, voy a transcribir unas palabras que Pitol tradujo del diario argentino del escritor Gombrowicz. Las dejaré aquí, sin más, solo con la envoltura de su sintaxis y con la potencia conceptual que advierto que despierta en quien las relee con detenimiento: “Todo lo que sabemos del mundo es incompleto, es inexacto. Cada día se nos presentan mayores datos que anulan un conocimiento previo, lo mutilan o lo ensanchan. Al ser incompleto ese conocimiento es como si no supiéramos nada”.

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En la proximidades del verano. Tiempo de fertilidad literaria. Acudo a los recuerdos de las etapas anteriores y todo son ciudades y paseos junto a M. Las ruinas de algunos lugares han quedado como rescoldos imaginarios que prenden un discurso ahora rememorado. Otras veces, solo parece el símbolo de un sentir ajeno como propio. Voy sintiendo la necesidad de viajar a los mismos sitios porque entiendo que, en el espíritu del viajero, del profundo personaje que nos habita, visitar es, como la relectura, revivir lo que fue como si estuviese siendo en ese instante.

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