Escribir es pensar qué se escribiría si se escribiese. Al igual que vivir: ser siendo lo que se es. Como ese personaje de Hemingway en Las nieves del Kilimanjaro que reconoce tener en la cabeza más de veinte historias, pero no haber escrito ninguna de ellas. Esa es la condición de la vida y de la lectura y de la escritura cohabitar en una mediana estancia donde se entrecruzan las certezas con la dinámica de las especulaciones.
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Escribió Geoffrey Hartman: “Reading a poem is like walking on silence-on volcanic silence. We fell the historical ground; the buried life of words”. Ese silencio me ha sobrecogido esta mañana. Al llegar del trabajo, donde cada vez hay más ruido (ruido es un término polisémico en mi vida que engloba todo aquello que no se debe a una armonía), más dislates y menos cordura en lo que se dice. Ha sucedido con lentitud hasta que pude habitar en un profundo silencio, un silencio volcánico, como si la tierra estuviera en permanente ebullición o en constante sucesión de vapores. La llama, la llama de la palabra silenciosa hasta la alameda verde de J.R.J.
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Esta mañana, al abrir el correo, me he llevado una satisfacción enorme. Nunca antes había tenido esa certeza, esa inexpugnable sensación de haber edificado un puñado de palabras como antes. Tendré que leer lo que he escrito, pero lo haré desde lo ajeno, como se debe leer siempre.
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