Hoy me he sentado en el centro del bosque a respirar, a tragar la luz como un erial cerca del mar. Entretanto, ha ocurrido la noche plena y la clarividencia. Las palabras continuaban a las que habíamos dejado hace unos días, ya que la poética consiste en modular el pensamiento en posturas verbales. En esa inclinación del alma, Platón nos aleccionó con varios pasajes de El banquete, nos habló allí, pudimos escucharlo: “el amante de un alma bella permanece fiel toda la vida porque ama lo que es duradero”.
El interlocutor, absorto desde las sombras y por los cantos de los pájaros, imbuido por un desconcierto que se aproxima a un sepulcro, a unos dones, a unas alianzas, dividía el mundo desde el parque. Era mediodía en Londres.
Ocurrió que mudó la tarde de color las cosas, como un río de vida a su destino. Era tarde de reencarnación, porque debemos ser uno mismo siempre y múltiple.
Mientras el otro amigo pronunciaba la clave de la poesía, pude comprobar cómo el mundo seguía pendiente de sus miserias. Esa es la carnavalización que escribió Cervantes. La poesía, -ya lo estableció J.R.J.-, ha estado siempre en los ojos de unos pocos, sean estos creadores o lectores. Y no se dan cuenta, no son capaces de percibir el trance ni la música armónica del silencio los que no conocen los silencios de fuego, los contornos de la belleza, la figura envirotada de la luz que ciega, la noche más allá de la noche.
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Unos llegan a creerse que el trabajo es un sustento verdadero de la vida. E incluso pretenden alzar esa falacia a la categoría de irrefutable. Pero no debemos el resto prestar más atención, por pasajero, por frugal, por inservible. Pues esas vidas son, en efecto, las más viciadas y furibundas y las que, al final de su trayectoria, ofrecen menos sustancia.
Pretenderé no alterarme con esas argucias que los mediocres perpetran a escondidas. Los observaré sin más, sin perplejidad, acostumbrando la mirada a la decadencia de lo humano. Solo intentaré sonreír y andar con la zancada de Pessoa. Eso sí es una clave. Andar con la profundidad de Pessoa arropado por un abrigo negro y un hongo y un bigote sin canas. Esa será la imagen que escoja cuando alguien pretenda arrimarse a uno con la visión de los vanidosos. Hoy puede decirse que sobran, sobre todo, vanidosos en el mundo.
Un antropólogo como Zap Oivàtco apunta a que la vanidad es fruto de la falta de cultura, pues la cultura aminora la talla del ego y engrandece, por el contrario, el principio de imitación y modelo. La cultura, dada su extensión, es un imposible para el hombre y se convierte, con ello, en una práctica de la imposibilidad de aprehenderlo todo. En ese concepto el ser humano acepta sus limitaciones, es decir, se limita a ser.
No puedo estar más de acuerdo con él, pues existen quienes se creen capaces de esto y lo otro sea cual sea el asunto de marras. Y esa desgracia, ese sentirse absoluto y pleno sin serlo, es la desgracia del mundo moderno. La mayor desgracia para la especie.
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Nunca jamás debería escribir así en este diario, más soy menos yo cuanto más escribo. Es cierto que todas las páginas hasta el momento son especulaciones de un ser transitorio. Un ser que pertenece al siendo. Por tanto, estos trances, estos trancos diarísticos, bien valen una renuncia.
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Los límites de la palabra y de su sintaxis son sorteables mediante la profundización en el concepto. Este conduce a la idea y acerca la palabra a la música y la filosofía (entendida esta como conocimiento total). Si el poeta indaga en él -que es el terreno del huerto deseado- habrá tenido el silencio en su idea. El concepto es una abismo para el poeta, la palabra pensada, la palabra no explicada mediante otra palabra sino mediante la música. El día que alguien explique un poema mediante la música se acabará el mundo. No cabe explicaciones para la música, pues ella es símbolo que recupera y cercena a un tiempo. La palabra está edificando continuamente y el poeta es el que la acerca a las profundidades de la semántica musical. Donde reside Bach o Platón o Rilke.
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