Por ejemplo, una melodía peregrina de una obra de Liszt. Los girasoles ya muestran su derrota pues sus cuerpos van desarmándose y van dejando de estar envirotados. Su color, la color de su tallo y su amarillo de bóveda han dejado de clarear en la mañana. Como ellos, uno va desgastándose en tantas cosas inútiles, en tantas palabras que no conducen más que a la zozobra.
Si tuviéramos un recuento de las insensateces que decimos a lo largo de la vida, si tuviésemos la virtud de callar, callar siempre y rotundo, la vida transcurriría entre los girasoles plenos en todas las mañanas del mundo.
Pero sucede lo contrario. Hablamos y pronunciamos y opinamos aun sin entender ni saber la ciencia que nos ocupa. Ante esta incontinencia, el poeta, apoltronado en la música del silencio, deberá orquestar los versos que desgarren lo que la mayoría niega, lo que mayoría será incapaz de comprender nunca.
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El recuerdo más persistente de aquellos años repletos de música son los ensayos. La trompeta repetía en solitario el solo que debía interpretar; el oboe recitaba en la tarde los cuerpos de la efigie; el clarinete jugueteaba melodioso con las ínfulas de Mozart y la flauta era un dolmen de terciopelo. Cada uno por su lado interpretaba la melodía en suerte y el resto, esperando el fraseo, esperaba que la armonía los completara. Así era. Cuando tocábamos al unísono alguna pieza, nos traspasaba hasta el tuétano y nos insuflaba una maravillosa sensación inefable de la que solo cabe mencionarla, como ahora, que suena Donizetti.
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Piensa el memo que su palabra vale más porque se piensa superior. Y el bobalicón que su opinión está por encima de toda duda. Eso, -esa postura de zote-, es molesto y además insufrible. Y cada vez más los personajes grotescos y deformados pululan por doquier, deformados por la corrupción de la ignorancia y la vanidad.
Así que toca aguantar el envite y sacudirse del estiércol que nos salpica y poco más. Porque aunque uno quiera explicar que existen otros cauces, el iluminado continúa y continúa con persistencia. Claro está que todas sus palabras van percutiendo, como roca dura, en los tímpanos, y no sabe uno si levantarse en el acto o comenzar una plegaria.
Me gustaría poseer la capacidad de Valle-Inclán o de Quevedo para mandarlos a hacer puñetas sin que se note, pero carezco de la virtud del insulto refinado, del improperio. Solo estos casos me sacan de quicio, sobre todo porque el mundo de la tecnología ha convertido al hombre contemporáneo en un sabiondo mediocre, en un individuo que teclea y busca solo por el goce de sentirse por encima de la media. Aquí queda anotado, en el diario, porque también uno es hombre de la calle, pues.
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Intento leer algunas novelas: las dejo todas. Comienzo con un libro de poesía de un autor joven, premiado: valdrá para aguantar la pata de la mesa. Tendría que haberme dado cuenta antes, solo cabe la relectura. Dante es el verano.
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