EN POCAS ocasiones un texto llega a poseer la gracia de la forma por la idea y de la idea por la forma. Eso sucede, sin remiendos, en las Coplas de Jorge Manrique. Es una creación axial en nuestra literatura, de resonancias inequívocas en las letras posteriores al medievo en la obra de aquellos autores que han evocado las palabras manriqueñas. Porque Manrique instauró, entre otras cuestiones, un decir, un estilo pleno. Más allá de toda influencia, para uno sigue siendo una relectura siempre fructífera, muy fértil, pues estamos ante un texto lírico que amolda música, palabra y pensamiento como pocos.
Si estuviera escrito en otra lengua, algunos de los vates de la literatura actual saldría al caso para lucir su rara y especial selección, pero ocurre todo lo contrario; pocos, por no decir casi ninguno, hace referencia a la grandeza del texto y a la cosmovisión que ofrece y que tan fulgurante es para un lector de poesía. Y es que creo que el lector sin virtud es el que se enfrenta, si es que lo hace, a los textos clásicos cargado de prejuicios, sin espíritu libre; y el escritor que logra llegar al centro indudable de la poesía el que revisita lo que otros dejaron marcado con sus propias luces.
Las virtutes antiguas se aprendían gracias a la imitatio y esta se desarrollaba al calor de los exempla, esto es, de los fragmentos esenciales. Esa imitatio no pertenecía solo al orden estético sino que debía incorporar el ejercicio del espíritu del individuo hacia la edificación de una ética. En este sentido, la virtus aspiraba a una vitium de orden moral. Estamos ante una escisión de la literatura y de la filosofía que tanto ha empobrecido a las artes liberales en que terminaron la literatura y sus géneros.
Pienso, con estos mimbres, que Borges, Hölderlin, Pound o Thomas Mann utilizaron a todas luces las estrategias de la literatura antigua; así Quevedo, Gracián, Garcilaso o Bécquer, entre otros tantos. Defiendo la imitatio en su vertiente antigua pues considero que nunca se ha conseguido en la literatura más altura y más limpieza que cuando un autor muestra su estirpe con sus propias luminarias. Si es cierto que la llamada posmodernidad ha enfatizado su desarrollo en la originalidad del autor, pero pienso que, al desvirtuarse ese concepto, los literatos deben comenzar allí donde estuvo el origen: en la copia, la memoria, la imitación de la virtud estética y ética de los fragmentos esenciales. Qué grandeza en fray Luis, aun estando latente Horacio en cada uno de sus versos; qué delicadeza la de Garcilaso, aun estando Petrarca en cada sílaba; qué verdad en Cervantes, aun sonando en sus líneas la rueca de la literatura anterior más diversa. La literatura es siempre celebración de la literatura.