ESTA NOCHE, al observar el cielo estrellado y colmado de destellos y soliloquios, he recordado las noches de Rilke en Duino, las noches en que el Quarteto Triestino subía a tocar a la terraza de una de las torres del castillo para sonar en sus instrumentos de cuerda Mozart o Beethoven. De la misma forma que sueño, en contadas ocasiones, con el cuaderno perdido en el otoño de 1911 en que Rilke anotaba la lectura de Vita Nuova con la princesa. Cuántas hermosas palabras, apreciaciones, matices se fueron en esas hojas ya volanderas.
Todas las mañanas, cuando estoy mordisqueando la manzana, pienso en su forma cerrada, circular, en el símbolo que representa: los deseos terrestres. Y justo cuando estoy terminando de comérmerla, traigo a la memoria las palabra de Nietzsche sobre el intelecto, la sed de conocimientos que el filósofo alemán sabía que tan solo era una zona intermedia entre la de los deseos terrestres y la de la pura y verdadera espiritualidad.