jueves, 5 de marzo de 2015

ME había quedado leyendo Tristes, de Ovidio, exactamente el Libro II. Le recordaba Ovidio al emperador el comienzo de Eneida: "Arma virumque... ", pero al principio de su libelo había afirmado: "¿Qué puedo hacer yo con vosotros, libritos, afición funesta,[...]?" Ovidio, desterrado. Fuera de sí a causa de los libros. Puede que el poeta estuviera ahondando en el exilio interior que sucede a cada palabra que alguien edifica con afán de eternidad, de permanencia; puede que Ovidio estuviera queriendo renunciar a su propia escritura en busca de un beneficio físico para su persona; puede que el poeta dirimiera entre la vida en la literatura y la vida sin más ni más. 
Decía que me había quedado leyendo a Ovidio. Tras esta lectura, retomé a mi querido Marcel Proust y fue justo al acabar las páginas del escritor francés cuando sucedió que me asomé a la azotea para contemplar el cielo, el cosmos. Todo estaba satinado de luces silueteadas en el firmamento; destellos, figuraciones geométricas, líneas, perfectas y armónicas oscuridades invadiendo todo, incluso mi propio pensamiento. En una sucesión de imágenes, de reflexiones, estuve recordando los pasajes de Ovidio y tratando de entender que el escritor, en algunos momentos de su vida, desea dejar de ser escritor, que el poeta anhela dejar de ser poeta por siempre. En esas estaba cuando me pregunté ¿Y el mortal, quiere dejar de ser para ser?





Escribir, escribir como el sonido
de una rueca incesante que eterniza
lo que resta del paso de tu vida.
Como un sueño metódico no somos 
nada tan vivamente en este mundo,
nada de ti, de quien soñaste ser,
de aquel del que tan solo reconoces
una imagen perdida para siempre.

Solo el canto consagra y celebra
la belleza escondida de las horas

[...]