TODAVÍA mantenemos en la memoria inmediata los paseos por el campo. Las manos de E. recogiendo margaritas y pequeños lirios florecientes se ha transformado en un bucle de sentimientos nonatos para uno. El campo parecía regado de yemas moradas y amarillas y todo ello con la presta atención de las flores del castaño irrumpiendo en el paisaje matutino.
En el rellano tomamos unas frutas a la sombra de una encina y esa sombra parecía que nos ayudaba a adentrarnos en la armoniosa manifestación de naturaleza. E. miraba aquí y acullá, sin saber dónde descansar su mirada viva, primigenia sobre el monte. En todo aquello había una naturalidad tan alejada de lo cotidiano, tan depurada de lo mortal, tan verdadera que se adhiere al recuerdo como una salvaguarda. E. nos ha traído la felicidad a la casa, pero también nos ha regalado lecciones de cómo vamos abandonando la natural estación del ser.
ESCRIBIR,
escribir como el sonido
de
una rueca incesante que eterniza
lo
que resta del paso de tu vida.
Como un sueño metódico no somos
nada tan vivamente en este mundo,
nada de ti, de quien soñaste ser,
de aquel del que tan solo reconoces
una imagen perdida para siempre.
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