EL CONCIERTO de mandolina de Vivaldi es un prodigio y un ejemplo máximo de inteligencia creativa. No contaba Vivaldi con una tradición sólida, edificante, con la que construir sus composiciones musicales para un instrumento que irrumpía en su tiempo. Sin embargo, el equilibrio entre el órgano y la mandolina, entre sus modos de ejecución y sus timbres, otorga una propuesta renovadora y fascinante.
Esto mismo llevado a la poesía nos puede ayudar a encontrar una propuesta personal, equilibrada, que contraiga en una misma razón creativa lo contemporáneo y lo esencial. Para ello, debemos contener en el imaginario lo que otros hicieron con maestría al tiempo que debemos mantener una labor frenética de búsqueda continua de expresión. En ocasiones, para la poesía, la búsqueda es silencio.
Siempre me pareció Vivaldi un compositor extraordinario, una suerte de Valéry de la música por lo que mostró en su prodigiosa capacidad creativa. La música de Vivaldi posee momentos deslumbrantes, únicos, geniales. El concierto de mandolina es uno de ellos.
Hablaba del equilibrio en la poesía y en cómo puede uno aprender de ese proceso tratando de entender a artistas de distintas disciplinas. En la historia de la poesía hispánica uno de los periodos que me mejor supo conciliar lo nuevy lo antiguo fue el Renacimiento (puede que el mejor). Cervantes está en ese parnaso de autores que sirven de goznes entre una época y otra; pero también Manrique, Garcilaso, fray Luis. El caso de san Juan de la Cruz lo dejamos como un ínsula extraña en el devenir de nuestra lírica, por su extraordinaria y singular propuesta. Posteriormente, Quevedo, Lope y Góngora, cada cual con sus propuestas personales supieron recoger el fruto cierto de estos lírico renacentistas, no renegaron de ellos, antes al contrario, los llevaron al extremo de su expresión lingüística.
Sea cual fuere el caso del poeta de marras, lo cierto es que busca uno perpetuamente lo que denominamos la naturalidad en poesía. Y parece que, con el tiempo, la naturalidad consiste en el encuentro de la individualidad con la pluralidad, de la voz monódica que se incardina en el sinfónico decir de lo permanente. Cuando eso sucede, en el himno gigante y extraño, el decir poético trasciende su tiempo y se desprende del autor que la germinó.