PARECE que el tiempo es en sustancia una pátina que va disolviéndose a medida que los años avanzan. Digo los años por utilizar una palabra, un vocablo, pero, con todo, la certeza de que existe una circularidad y una renovación perpetuas es cada vez más diáfana. Nuestra materia va tomando la escansión hacia la muerte de ese tránsito y nuestra vejez puede que no sea más que un desgaste de volver a ser siempre lo que fuimos.
No sé si me explico en abierto en el párrafo anterior, pero podríamos decir que somos como naturaleza: una y diversidad, un cambiante carrusel de seres que son siempre los mismos, el mismo. El árbol se mantiene en su idea de árbol más allá de sus circunstancias y cambiantes formas. Lo propio con nosotros, una vez adquirida la idea ética de qué pretendemos ser la consciencia anida en ese presupuesto por siempre.
Sin embargo, a cada vuelta y cada transformación se produce un despojo (amistades, palabras, libros, viajes, objetos, vida misma) y, al tiempo, una prístina semblanza en la consciencia comienza a tallarnos la finitud en la frente como sucede en los últimos cantos de la Commedia. Las señales son cada vez más claras, comenzamos a ver sin ver, a escuchar sin escuchar, a vivir sin tener vida.
La invisibilidad se hace colorida y alrededor suenan los chelos con la música cautiva del ser.
Y de repente, como advertía Dante, llega el momento de la consciencia plena, el punto en que nadie es imprescindible en tu vida, en que se evidencia si las raíces y la hondura de nuestra estancia habían sido profundas, verdaderas, blancas. El viento de las contrariedades zumba y zarandea los cuerpos. En ese estadio, todo lo que devenga será dádiva sobrante, extensión periférica. Pareciera que todo comienza a tomar su pulso exacto: el mar, las nubes, el aire, la amistad, el puro amor providente.
Y vivimos de hito en hito, acompasados por la figura de la noche en nuestros ojos.