HOY he recordado aquel paseo por la orilla del Sena cuando éramos todavía fugitivos. Ibas agarrada de mi mano y llevabas el libro de Cortázar en la otra. El frío era de un rigor estatuario, nos relegaba a que los cuerpos estuvieran juntos, en socorro. A cada paso, me leías una página, un pasaje, un capítulo del libro con la cara iluminada. En el Ponte Neuf casi nos chocamos con el señor que estaba tocando la guitarra, -el tango de Gardel en la ribera es danza de luz-, pero nada nos hacía salirnos del momento de vida. La tarde completa, contemplando la anochecida en nuestro jardín preferido, es la estampa de la plenitud en nuestra memoria. Nunca estuviste tan bella como en aquella sentada de horas en la Place Dauphine.
Cortázar nos había entregado para nosotros el episodio de la noche anterior en Polidor y el castillo sangriento seguía latente en nuestra fragilidad de frugales individuos que pensaban en la vida intacta.
Uno de los pasajes que leías de Rayuela lo recuerdo con exactitud cristalina, andábamos sin buscarnos, pero sabiendo que andábamos para encontrarnos. Era el tiempo del encuentro y ese encuentro perdura hasta estos días, estas mismas tardes en el sur que tanto se asemeja a la caída de la luz en la piedra de París.
Creo que este episodio ha remontado hoy en la memoria por sobre los demás porque la luz es la misma de entonces y esa luz me ha hecho preguntarme por lo que somos, por lo que fuimos en ese momento y no atisbábamos. Por esto mismo, tomando del libro otro texto, voy entendiendo los pasos juntamente y como se preguntaba el escritor, por las razones de arriesgar el presente por el futuro, entiendo que estabas ya como razón de amor, como razón de la vida que ahora nos supera y compartimos.
(Relatos)