LA GRACIA de escribir es como la gracia de ser, se tiene o no se tiene. Hay escritores que por más que se empeñen en querer desarrollar la gracia, el don, el talento, el genio no lo logran. Lo mismo sucede cuando uno lee que un grupo de poetas van a hablar en torno a J.R.J. aun sin que ellos hayan manifestado jamás en sus versos un ápice de la herencia juanramoniana. Pero la literatura o, en mejor decir, los vestigios y aledaños de la literatura están en ese calibre, en ese estadio de mediocridad. Solo nos queda ser cronista del derrumbe. No hay salvoconducto por la originalidad.
Por eso mismo vuela uno a su refugio personal, solitariamente decidido a desdecir lo que le provoca estas siniestras actuaciones. Lo siniestro, ah, lo que me detona todas las malas vibraciones posibles, cada vez más derramada en más individuos que desean ser lo que jamás serán.
Se me viene a la mente Marcel Proust, agarro el volumen y lo transcribo: «Pero cuando nada subsiste ya de un pasado antiguo, cuando han muerto los seres y se han derrumbado las cosas, solos, más frágiles, más vivos, más inmateriales, más persistentes y más fieles que nunca, el olor y el sabor perduran mucho más, y recuerdan, y aguardan, y esperan, sobre las ruinas de todo, y soportan sin doblegarse en su impalpable gotita, el edificio enorme del recuerdo».
Y así pasa todo de hito en hito, ya me reconfortan muy pocas cosas, quizás las que siempre fueron verdaderas. me alejo de lo siniestro, de lo que nunca fue verdad y me arrojo a las manos límpidas de F. a la piel de E. al susurro de M.C. también al suculento armonizar de la noche copiosa y las música promiscua del ser.