HAY días en los que nada me incumbe más que callar solemnemente. Encuentro, en esos instantes, una satisfacción plena por los silencios aplicados al ruido de la humanidad. Ninguna palabra cabe, ningún lamento. Tan solo un silencio profundo como raíces ocultas, como un bajo continuo que ejerce su armonía. La música extremada del aire sereno, las noches oscuras que deleitan el alma, un aire sonoroso, un silbo inefable que convoca y restituye. Ese silbo es un centro indudable que irradia un laberinto, es la noche respirada, es la consciencia de una vida ahondada en la palabra.