EN ESTOS días, en Cáceres, todo el mundo nos había amenazado con el calor sofocante de aquella tierra, mas nos podía la consciencia de la belleza y del estupor. Resulta que hemos estado muy cómodos, incluso con algo de frescor por las tardes y, sobre todo, por las noches, cuando nos dedicábamos a recorrer todos los recovecos de la ciudad antigua. Igualmente, nos habían advertido de la escasa variedad gastronómica que se ofrece por aquellos lares; antes al contrario, hemos encontrado verdaderos hallazgos gastronómicos, lugares de exquisito paladar que han acompañado los paseos y que han hecho rememorar la historia de la ciudad dulcemente: milhojas de verduras a la extremeña, gazpacho extremeño con manzana baby, vinos variados y gustosos como Habla del silencio, tortas con exquisito jamón ibérico y sobresaliente aceite de oliva virgen extra o un delicado foie ibérico con melón y semillas, todo sin olvidar los bocados templados de tortas del casar con pimentón de la vera. Se me vienen al recuerdo de las sentadas, en pleno dédalo de la ciudad monumental, al socaire de la historia y las maravillas, de las traperías entre los Oquendo y los Solís, el embelesado Palacio de los Golfines o el pórtico orientado hacia el palacio Episcopal.
A poco que llegamos a la Plaza Mayor, advertimos que el lugar de la piedra es de luz. Hay lugares nimbados de energías y sensaciones que se transmiten al caminante. Solitaria, muy solitaria por las noches, los pasos por las callejuelas de piedra, recorriendo el adarve, observando los matacanes y las torres desmochadas o conversando cuando la noche se pliega sobre la piedra y sus formas.
Pensaba en la poesía cuando quedaba deslumbrado por la piedra, porque la piedra es umbral y es inicio, rotundo discurso en el tiempo, mármol quejumbroso que se asimila a la palabra del poeta tallada en los vértices del viento.