EL cuaderno permanece abierto encima de la mesa. Hay en él notas, borradores, poemas incipientes de cuerpos desfigurados. Algunas entradas de museo del periodo en que vivimos en Italia; boletos de tren, servilletas de papel de restaurantes con nombres de postín, la foto del mejor spritz tomado en Trieste.
A su lado, una pila de libros nuevos que acaban de asomar sus hocicos en la biblioteca. Las poesías completas de Blas de Otero, los libros proféticos de William Blake, el magnífico libro de mi admirado Ramón Andrés, la nueva novela de Ricardo Piglia, entre otros volúmenes de ensayos variados sobre el alma en Grecia o los animales-instrumentos en la escultura antigua. temas diversos, variados títulos que establecen una rayuela por la que desprenderse y dejarse.
Libros, cuadernos que contienen formas del espíritu y manifestaciones demediadas del hombre. Pues el hombre, en su mortalidad, deja de batirse en lo circundante para desprenderse en lo permanente. El libro es el formato de la permanencia; negro sobre blanco, luz en la oscuridad, moldes descifrados, connotativas letras de una experiencia individual que flamea en lo universal.