EN LA CONVERSACIÓN, los amigos se
obcecaban por razonar la existencia de dios, por ir desgranando este dato o aquella otra anécdota que validara el razonamiento narrativo de lo que se ha transmitido,
las evidencias de su huella antropomórfica.
Sin estar del todo de acuerdo con las afirmaciones e incluso sin querer entrar
en detalles de la filología veterotestamentaria que determinan con precisión
muchas de las creencias que se utilizan como argumentario, terminaba uno por
mover la cabeza dando a entender que daba por válidos sus razonamientos. Sin
embargo, quise comprobar hasta qué punto hasta qué nivel de sujeción se sitúan los
que estudian los textos bíblicos como fieles cuando uno le elimina el sustento
alegórico. Le propuse al convidado que pusiera su fe a prueba enfrentándose a
un pensamiento: la religión es toda ella una idea transmitida. “¿Dejarías de
ser creyente?”, le pregunté.
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Cuando el raciocinio del hombre
sigue anclado en los rudimentos del mito, cosa natural y humana, las
explicaciones de lo que Simone Weil llamaba lo sobrenatural dejan de ser
posibles.
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Me voy dando cuenta de que la vanidad conduce a la envidia, pues en pocas ocasiones los ególatras colman sus egos suficientemente. Uno se dirige con el tiempo hacia el despojo de todo rudimento innecesario, de toda alaraca, de toda orquestación pública de su sombra. Y lo hace por de dentro, sin necesitar nada más que la aprobación de su consciencia. Lo voy entendiendo con la llegada de lo venidero, uno entrega dádivas, materiales y espirituales y los demás lo toman como afrentas, gestos a la contra. Tan solo amor, humildad, verdad en los actos, nada más y nada menos, un poco de limpieza en la mirada y el espíritu.