SÍMBOLO y número en comunión armónica. Destreza de la memoria del hombre en aprehender un sucedido que aún no ha tomado cuerpo, esto es, geometría. El arte reside y está en la geometría del espíritu; es número y gracia del espíritu. Es el instante mismo de la creación, el estado abisal en que tan solo los privilegiados escogen y seleccionan la materia y el cauce. Sea consciente o inconscientemente, poco importa el estado embrionario de ejecución.
Recuerda Ramón Andrés, en Johann Sebastian Bach. Los días, las ideas y los libros, un pasaje fabuloso de Juan Bermudo, a saber: "La música, en su idea de totalidad, reside en la capacidad de pensarla en silencio".
Así la poesía posee una música que debe poseerse en la consciencia antes de su epifanía. El poeta tañe y memoriza el decir sonoro y tántrico de la palabra antes de escribirla. Existe, por tanto, unos instantes, unos estados que encauzan la conformación en la memoria, -entendida esta como la confluencia de tiempos y estados-, de un futuro decir. Estamos ante una proyección de la geometría universal e infinita en la proporción mortal y mínima del hombre. La poesía que se levanta contra este estado original es pasajeramente inconsútil en su idea, irrisoria, caduca manifestación de la vanidad.Pues, ¿qué esta nombrando esa manifestación alejada de la naturaleza verbal? No creo en la contrapoesía, ni en lo que busque a la contra el origen, pues evidencia una clara presencia de vanidad. Existe una fuerza teleológica de la poesía que, si no es comprendida en su música, provoca precisamente afanes contrarios. En poesía no puede escribirse más que a favor de la armonía.
Pascal planteaba una pregunta capital para tratar de comprender la dimensión de la poesía: "¿Dónde está la eternidad de mi tiempo? ¿Qué es el hombre en el infinito?". Bien pudiera responderse estas preguntas con una secuencia musical del propio Bach, pues, cualquiera de las composiciones ilustres de este u otro compositor rinde, en buena medida, respuesta a esa pregunta como ninguna otra disciplina. Si hay un arte del hombre en el infinito es la música y la música, en el raciocinio secuencial y monódico del hombre, es la palabra.
La poesía, por contra, alienta el raciocinio de lo minúsculo; explora e indaga quizás con más incisiva presencia la fenomenología del hombre. Una multitud en la unidad o la unidad en la polifonía del universo como ya planteó Lucrecio siglos atrás o quizás como quiso comprenderlo Boecio en La consolación de la filosofía. En estas actitudes reside la diferencia entre el arte y el sucedáneo artístico que tan común es en la actualidad. Quizás, las miras de los que buscan ese concierto que explica al hombre como un elemento ornamental en el universo desembocan de forma connatural en su consciencia.
De un tiempo a esta parte, he defendido la idea de la naturalidad en el arte. Una idea confundida y mal interpretada por los que desean la claridad en la expresión asimilada esta a un acto comunicativo entendido por cualquier hombre. No es esa, claro está, la idea de naturalidad entendida desde la propia esencia del universo. Lo natural es lo que condensa lo plural, lo natural es lo que brota como resultado del encuentro entre lo infinito y lo finito, de la coincidencia y génesis del sentido del génesis. Un génesis que explica el génesis de la consciencia.
La dialéctica, como explica Ramón Andrés, entre lo irracional del daimon y lo racional de la técnica. Cuando eso se produce, el artista ofrece un cumplimiento de esa confrontación: la obra de arte. Con ella, la naturalidad queda orbitada en los términos que nos han percutido en la consciencia desde antiguo: Verdad, Belleza y Bien. Esta es la naturalidad de la obra artística; una producción surgida desde el centro indudable de la verdad poética, que solo se percibe en la misma dimensión en que fue gestada, es decir, en el espíritu sensible y mental del lector; una Verdad que se armoniza en proporciones de Belleza y de armonías conjeturales que desprenden, siempre y en cada lectura, el estado del Bien originario.