QUÉ condición tan extraña y
esquiva, tan poco armónica, la del hombre. Llevo unas semanas tratando de
observar a unos y a otros, los de un entorno y los de otro distinto, para
conformar una idea de qué somos en el fondo y cómo actuamos. Todo es lo mismo,
la misma naturaleza esencia del individuo moderno.
Las conclusiones son nefastas y,
para mí, tremebundas; me sumen en un estadio de vacío absoluto que solo redimen
la presencia de M.C. y de E. Todo alrededor pareciera un abismo insondable de
tremendas vanidades; cada cual, a lo suyo, sin más, cercenando cualquier atisbo
de aprecio personal, de presencia de amor, de compañía más allá de las
evidentes incompatibilidades. Cuanto más mediocre más altivo, tanto más
ególatra.
Huyo de ello y me resguardo en la
piel de la inocencia para liberar, en lo posible, eso mismo que en mí está,
pues hombres somos todos. Rehuyo hacia la armonía y la armonía solo la rescato
en la belleza de la palabra poética, en el latir de E. en el sentir de M.C. en
la piel del mundo, del submundo que late y percute hacia el justo estar de la
placidez en la soledad y el silencio.
Sigo libando lentamente en los versos del nuevo florilegio. Diente a diente, paso a paso. Quizás la palabra poética termina por encontrar la cadencia de la lentitud dinámica, de la pluralidad monódica, de la célebre totalidad en el uno.