QUEDAN cinco minutos para que unos números convencionales marquen el término de una jornada y abran el comienzo de otra. Unos números establecidos en horas, minutos, segundos que, como ahora, vuelan y pasan -raudos, sin advertir nada, transparentes, pues son entelequia, no existen más que en nuestra invención-. Unos, otros, hasta que incluso este diario adquiera otro hueco estanco para determinar el tiempo que nos queda.