DE la obra de Thomas Bernhard rescataría sus textos autobiográficos, El origen, El sótano, El aliento, El frío y Un niño. Cualquiera de las páginas de esos volúmenes está cargada de literatura. Y la literatura, en la prosa narrativa, me cuesta, cada vez más, encontrarla. Por este motivo, cuando me encuentro en ciertos periodos de naufragio, acudo a Bernhard para restituir en mi consciencia el halo grandioso de la prosa cuando esta toma posesión de un estilo y un modo de ser en la literatura. no he leído ni una sola concesión o extravío, de renuncia o paradoja en las palabras del escritor nacido en Holanda. Es un ejemplo de ética estética, pues su obra traslada al lector una fortaleza inusual de coherencia y acción, de palabra y vida.
Una de las imágenes que golpea mi memoria es la del niño recluído en un sótano rodeado de una ciudad en plena posesión y transformación como Austria, pero interpretando, libremente, las partituras de Mozart. La imagen posee la fuerza telúrica del origen con que se intitula el libro.
En esta misma obra puede uno leer: "Solo porque me opongo a mí mismo y, realmente, estoy siempre en contra de mí, soy capaz de ser". Estas palabras son un ejemplo de la profundidad a la que somete el decir literario. Un autor que considera la música como una posibilidad de la existencia concibe la literatura como un alud abigarrado, un descenso luminoso a donde nunca podría llegar el ser sin las antorchas del arte de la palabra.
Así las cosas, las páginas que prosiguen a este fragmento deberían aparecer, unas tras otras, transcritas en este diario, pero me parece excesivo robarle más, usurpar más en la prosa excelsa de Thomas. "Me estudio a mí mismo más que a todos los demás, esa es mi metafísica, esa es mi física", proclama el narrador líneas más adelante. En una clara evocación de mi admirado Montaigne Bernhard hace relucir en su prosa el vigor de un pensamiento propio con una edificación nueva. Una suficiencia cada vez más inexistente en la literatura.