ESTA LUZ en París ha sido el himno de mi paso por la ciudad. Si tuviera que escoger una hora, un momento de mi vida en esta ciudad para resguardarla de todo, diría que la tarde, o mejor, el atardecer. Aquí, en París, el atardecer es una epopeya de la luz y de la noche. Se vuelve todo una suerte de ambivalente estar en el mundo, pues se derrama, como por arte de un cometa ensoñado, la luz dispersa, la luz en la piedra. Ese estado umbrío de la piedra, el reflejo que no es reflejo, el candor que se templa en la dureza, el declinar de la luz en las sombras de lo quieto, provoca una fascinación cuando uno lo contempla.
Estar en París es pasear por los jardines como un hombre ausente. Deambular por el dédalo de sus calles sin rumbo, arropado tan solo por las construcciones y los edificios que, cuando más emboscados parecen, se abren al río o se abren a un jardín cuya entrada presenta la invitación al merodeo de un hilo, de un hilo renovado de Ariadna. Ese hilo, si lo sigues, no conduce a ninguna parte, tan solo a bobinar tu propia existencia. Tus pasos, se vuelven pasos sin marcas; el ruido de las hojas crepitando en tus suelas, el manifiesto poderoso de naturaleza circulando en tu propia nada.
Estar en París es estar invisible en esa luz y en ese himno. Y no encuentro un estado de mayor armonía en estas semanas que esta desaparición voluntaria. Me siento en Luxemburgo y abro un libro de Valèry; al cabo de un rato, me desplazo a Saint-Germain-des-Près. Me siento en un café, trato de discernir entre los susurros de los que están allí la voz de Borges dialogando como un caballo desbocado; saco el moleskine y trato de pergeñar alguna línea que funcione a modo de testimonio de todas estas vivencias. Al poco tiempo desisto y me vence la convicción de que me falta talento, de que nunca lo tuve, la innegable convicción de dejar de escribir, de ser ya un Bartleby ágrafo total y dejar de tantear, de conjuntar palabras, de ofrecer reflexiones en un cuaderno que solo leo yo y acaso el otro yo que me acompaña.
Esbozo una sonrisa de satisfacción cuando me observo tan decidido, como el suicida que acaba de atar las cuerdas a la viga y que se ha colocado con su cuerpo sobre una silla. Ya noto el roce peliagudo de la cuerda en mi cuello, me tiemblan las manos cuando tiro de la cuerda para comprobar que está atada con fuerza y soportará el peso de mi cuerpo. Un, dos, tres...he dejado la música de Beethoven sonando, los cuartetos para cuerdas. Un, dos, tres...la respiración se entrecorta, jadeo. Un, dos, tres...¿me atreveré a dar el salto definitivo algún día?