RECUERDO que, en la adolescencia, escuchaba a Chopin y a Schubert las más de las tardes. Yo había comenzado a tocar el clarinete con diez años y todavía mantengo mi capacidad interpretativa y lectora de partituras. Las tardes estaban colmadas de ensayos con el instrumento: escalas, arpegios,
el concierto de Weber, posteriormente, el de Mozart, los quintetos de Brahms, las sonatas de Stamitz.
En una ocasión, logré tocar con una orquesta del Mozarteum que estuvo en mi ciudad natal, en Sanlúcar de Barrameda. Iban a interpretar el Réquiem de Fauré, en el que el clarinete tan solo tiene cuatro o cinco compases de interpretación, y, para ahorrar gastos, decidieron dejar al clarinete en Salzburgo. A la llegada a la ciudad preguntaron al director del festival si conocían a algún clarinete para que, al menos, esos compases, no quedaron vacíos. Fue mi oportunidad más emocionante, no solo por la calidad de la composición, sino porque el oboe, que estaba a mi lado, se había emborrachado con manzanilla horas antes y me cambió la partitura de clarinete por la del bajo. No paran de reírse y de poner las manos en ademán de estar orando cada vez que el Réquiem se ponía solemne.
Por aquel entonces, los compañeros me hablaban de grupos de rock españoles y eran adictos a Héroes del silencio; por otra parte, comenzaba a brotar un grupo llamado Nirvana que hacía, casi sin advertirlo, que los jóvenes, amigos todos, comenzaran a vestir y a actuar con una determinada estética. Siempre conviví entre ellos con mis gustos. Mi padre me daba, cuando iba a trabajar con él todos los fines de semana, quinientas pesetas. Cuando acumulaba un pequeño capital, iba a comprar libros. Los primeros, de Rubén Darío y Antonio Machado. Tiempo más tarde, en el instituto, gané un premio de relatos que consistía en poder adquirir dos mil pesetas en libro en la feria del libro. Los volúmenes que adquirí los guardo con recelo: El Burlador de Sevilla, Luces de Bohemia, Niebla, Poesías completas de Garcilaso y Poesías de Unamuno. Ante estos títulos, mis amigos me decían, con toda la tolerancia que luego nunca he vuelto a sentir, que les explicara por qué había escogidos esos libros. Yo los leía en voz alta, junto a ellos, y disfrutaba con esa libertad lectora de la juventud en la juventud tolerante.
Esta tolerancia no existe ahora ni siquiera entre los poetas. Hay una malsana vindicación de lo propio por encima de cualquier postura. Y esto, que antes me provocaba recelo, me encolerizaba demasiado, lo tomo por una migaja ya dura y rancia que nada tiene que ver con la poesía.
Hoy, al escuchar en la radio la balada nº 1 op. 23 de Chopin, se me ha venido a la memoria, de puro golpe, de pura raíz, los capítulos de aquella juventud en el sur. y he encontrado una placidez en todos estos pensamientos y un calma en el espíritu. Una soledad nutritiva, un silencio sonoro en cada recuerdo. Me he sentido complacido con los recuerdos de entonces y quisiera que estos días de ahora discurrieran con la misma placidez de aquella utópica etapa.
Para encontrar la armonía, para encontrarte sin más cursivas que las del tiempo, debes advertir la naturaleza del arte y si llegas a presentirla, no abandonarla nunca, por mucho que canten las sirenas, por mucho que la vanagloria esculpa un carro de heno frente a tus ojos, por mucho que suenen y repiquen las palabras elogiosas cuando estás descendiendo, como Dante, para poder regresar impregnado de luz.