SON pequeños saltos, remontadas, repechos épicos en la vida de uno. Una épica de alcoba, claro está. Observo a E. con delicadeza cuando estamos en la playa viviendo las carreras de caballos en Sanlúcar de Barrameda, alineados con la dirección del sol que baña las arenas cuando sucede esa puesta de sol única y permanente ya en nuestra memoria.
Esas arenas, esas playas, mencionadas por Cervantes en El Quijote, fueron el lugar de mi infancia. Entre ellas crecí y junto a ellas estudié en el colegio, allí se produjo el inicio de la educación sentimental. .Mi escuela estaba a pocos metros de la desembocadura del río Guadalquivir, desde las ventanas de las aulas veíamos el coto de Doñana diariamente, el paso de los barcos, la blancura de la arena; realizábamos Educación Física corriendo por la arena como cabritillos enloquecidos y el profesor de Biología nos llevaba por la playa para explicarnos la flora del lugar. Todo aquel paraje está envuelto del halo de la antigüedad, del tiempo mítico y circular como quería Mircea Eliade, del tiempo de un heroísmo personal que, gracias a E., recupero ahora como un crisol reluciente que me emociona y congracia con ella. Quisiera compartir con ella ese espacio de emociones permanentemente, desearía que siempre que volviéramos a ese lugar no tengamos que hablar nada ni describir nada, tan solo sentir y armonizar las claves relucientes de nuestra existencia.