domingo, 21 de noviembre de 2010

Cuanto más profundizo en algunos temas, menos palabras me quedan para advertirlo. Cuanto más anhelo tengo de explicar lo sucedido en la mollera, más diluidos y débiles encuentro los conceptos. Será, acaso, una advertencia para que comience a leer y a pensar en la filosofía oriental como los alemanes del XIX (Schelgel, Fichte, incluido Shopenhauer,etc.), es decir, como una corriente alterna, paralela, cargada de contrapartidas que completan la interpretación occidentalizada de la que partimos. Por ejemplo, el río de Heráclito es un río externo, que se contempla desde fuera, como algo ajeno. Sin embargo, el río, en el Libro de los cambios, es algo interior, natural: el río es el hombre mismo y lo que le rodea.

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Cada vez leo menos novelas y M. me pregunta por qué dejo de leer novelas cuando gran parte de la biblioteca contiene novelas. Le digo que será necesario replantear el concepto de novela que ha quedado hasta hoy, que será necesario configurarnos como lectores; y que a lo mejor la novela, como tal, como género proteico que me satisface por su profundidad y capacidad de amalgamar el concepto y la palabra, pertenece a otras épocas. Con ello, M. me vuelve a reprochar que no es una razón convincente. Y es cierto, le digo, muy cierto, pero cada vez aprecio más la literatura que se camufla en lo no literario, la palabra que brota natural sin escamas, el verbo sumergido, el que produce gozo y no extrañeza, el que se acerca tanto a los absolutos que nos dejan tiritando, sin apenas tener tiempo para definir su género. Ante esta palabrería, M. sigue afirmando que existen novelas fastuosas, que indagan en el espíritu humano en ocasiones mejor que muchos libros de poemas o diarios. Y le vuelo a decir que tiene toda la razón. Ante el callejón sin salida, agarro El Quijote y comienzo a espigar sus páginas, aquí y acullá. M. sonríe y yo con ella.

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Esta mañana, por ejemplo, se muestra con una claridad que desdice cualquier tristura. Lo ha hecho temprano y así puedo confirmarlo, pues he dormido poco y he visto el ocaso de la noche. Cuando hubo salido, lo hizo sin estridencias, sólo murmurando entre las ramas desnudas del invierno. Junto al rocío, ha despertado la humedad de la tierra con sus rayos. Y ha penetrado tan lentamente en la oscuridad de la tierra, que los árboles y las plantas, los pájaros mañaneros han cantado la huida de las sombras y la venida de la luz. Hay lecciones en el contorno que no apreciamos, como no apreciamos que la respiración es una cuestión musical. La respiración de las estatuas, como decía Rilke.
No debemos ser estatuas que se alejan de su fuero interno, tendríamos que explorar y trazar en el río, aunque sea con el furor del siroco, nuestras huellas como hombres.

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Antes de que amanezca, antes de que la luz lo recoja todo en un haz soterrado y circular, abro un libro de poemas. Trato de hacerlo con los dedos amalgamados y sensibles, con lentos movimientos. La poesía de C.R., esos versos nutricios y parejos con el campo, los que iniciaron su poesía pocas veces superada, son don y son ebriedad.
Cuando termino con C.R. me voy a los estantes en que descansa Calderón. Tengo en la mente el inicio de La vida es sueño y no pocas veces he dicho, en alto, en las clases de esta semana, algunos versos de ese comienzo. Calderón ha ido sumergiendo y ganando posiciones con respectos a oros poetas.
Creo que uno corre parejo con el viento y que esa sensación matutina es la que me lleva a escribir, en esta mañana de bendiciones, como si fuera trenzándome con un hipogrifo, como un rayo sin llama, más bien como un bruto sin instinto natural confundido en un laberinto interno, en un río interno, que soy yo mismo despeñado y desbocado.

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