martes, 16 de noviembre de 2010

Lo lírico es la transmutación, la avería en el raciocinio humano, el caos en la cosmogonía de la palabra. Mientras que lo discursivo, que permea en el poema demasiadas veces, ordena el pensamiento y lo traduce en parámetros espacio-temporales. Evidentemente, en el discurso lírico, esos parámetros quedan sujetos a una radicalización de la lengua a favor de la literatura (véase literatura como sendero, tránsito a...Belleza, Verdad, Luz, Realidad, etc.).

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Le comento a un amigo que he comprado las Obras completas de José Ángel Valente. Cuando termino de explicar que los libros son el gasto más continuo que puedo testimoniar, se queda con el rictus algo desenfadado y peripuesto. Su rostro parecía discutirme la elección de ese poeta, la elección de ese libro. Parecía que me estaba advirtiendo, desde su sapiencia, cómo había podido comprar eso o cómo aprecias la poesía de ese bardo menor o, simplemente, cómo no habías leído, bien leído, digo, a J.A.Valente, cuando yo me sé de memoria algunos poemas. Esa extrañeza del amigo me dejó en una incógnita que quise despejar rápidamente, porque cada vez me voy dando cuenta de que las dudas hay que despejarlas a sabiendas de que son irresolubles. Para ser más exactos, le dije que había terminado de leer Interior con figuras, un libro escrito desde 1973 hasta 1976 y que me parecía fabuloso, tremendamente soberbio.
Mi interlocutor seguía avanzando en sus trece y no dejaba margen para que pudiera decirle de memoria algún verso que acaba a de saborear. Pienso, últimamente, que la poesía hay que aprenderla de memoria, que cuando encontramos un autor que nos desegoice de nosotros mismos, debemos engullirlo en la memoria, tal y como hacía Platón con sus discípulos. Efectivamente, la poesía debe conducir al limo original de lo viviente, debe hablar debajo de los cuerpos, donde el no nombrado amor se engendra siempre.

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La tentativa aparece repetidamente, en demasiadas ocasiones. Todo lo resguardo a nada, porque ningún motivo cognoscible me lleva a leer y a escribir, a amar y a desnudar el roto de los espejos. Ando como el farero de Cernuda, soy más bien materia de lo cóncavo que desespera tras ser su reflejo en lo convexo. Sístole y diástole. Me fusiono en el latido constante de los ventrículos, de ventrílocuos que se convocan en mi palabra y que hablan por mi boca muerta. ¿Existirá algún fragmento sin nombre?

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