sábado, 13 de noviembre de 2010

En ocasiones, sirve este diario voluble para ensayar con el aliento de algún endecasílabo que se enreda en la prosa contenida de estas confesiones a la nada. Alguna que otra vez, cuando he terminado de leer para corregir, me doy cuenta de que la prosa había adquirido los compases rítmicos de la lírica. Ante estas situaciones, nunca he sabido decidir si debiera haber escrito, por tanto, un poema en lugar de un texto en prosa. He pensado, al respecto, que a lo mejor existen textos prosíricos, liricosáricos, prosalíricos, que comparten y aglutinan las cadencias de las dos convenciones. He pensado en algunas prosas, como la de Proust, y en algunos versos, como los de T.S.Eliot, y he querido que las fronteras se desvanezcan como un iceberg perdiendo sus formas lentamente.
Escribo todo esto porque, hace unos días, cuando estaba en la estación de trenes mientras regía la madrugada, comencé a escribir no sé qué artificio verbal. Estaba totalmente sólo en el apeadero de la estación y comencé a escribir, por primera vez en mi vida, sin tener conciencia de que se trataba de algo que no sabía clasificar. Al principio me sedujo la idea y me guié por la intuición sonora, pero, al tiempo, al cabo de haber escrito algunas páginas en mi moleskine, no supe qué demonios estaba escribiendo. Ahora, toda vez que lo he releído, creo que pertenecen no a un género ni a una convención formal alguna, sino a una concepción de la vida, a una posición vital que se trasluce en la permeable instancia de la literatura.

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Como ese poemilla de Bergamín: “Voy huyendo de mi voz/ huyendo de mi silencio;/[…]me encuentro huyendo de mí/cuando conmigo me encuentro”.

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