En lo más íntimo de su ser, el hombre está siempre en camino, está en busca de la verdad. La literatura participa de ese anhelo profundo del ser humano y ella misma se pone en camino, acompañando al hombre que ansía la plenitud de su propio ser. Al mismo tiempo, la literatura lleva a cabo su propio camino interior, aquél que la conduce a través de la ficción, la muerte o el amor, a hacerse transparencia de la otra verdad para el mundo.
Las palabras en cursiva sustituyen a otros vocablos que ha utilizado Ratzinger en el discurso que ha pronunciado en Santiago de Compostela. He querido, después de leerlo al completo, comprobar cómo la palabra, puesta en el lugar justo, puede trocar, petrificar, transmutar la realidad hasta equiparar lo más ajeno en lo más propio, lo más trascendente en lo más banal.
Las palabras en cursiva sustituyen a otros vocablos que ha utilizado Ratzinger en el discurso que ha pronunciado en Santiago de Compostela. He querido, después de leerlo al completo, comprobar cómo la palabra, puesta en el lugar justo, puede trocar, petrificar, transmutar la realidad hasta equiparar lo más ajeno en lo más propio, lo más trascendente en lo más banal.
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En lo más externo de su ser, el hombre nunca está en camino, está en busca de la verdad. La vida participa de ese anhelo profundo del ser humano y ella misma se pone en camino, acompañando al hombre que ansía la plenitud de su ser externo. Al mismo tiempo, la vida ajena lleva a cabo su propio camino interior, aquél que la conduce a través de la otredad, la muerte o el amor, a hacerse transparencia de la otra vida para uno mismo.
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Hacía tiempo que no leía un libro tan sugerente y bien escrito como La luz es más antigua que el amor, de R.M.S. Un libro decididamente sobresaliente, que sobrevuela por el resto de la narrativa española escrita por los narradores incipientes que se preocupan más en talleres, patés y certámenes que en leer. Por eso, porque me parece un libro cuya lectura incita a escribir y a releer, a revisitar ciertos autores de la pintura, lo dejo escrito en este diario que, aunque terminará arrinconada y decrépita, especula con el sujeto que lo alienta.
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Ayer releí La vida es sueño, de Calderón. Lo hice en voz alta, en el salón de nuestra casa. Aproveché que M. había salido para poder decir en alto todos los pasajes que Calderón escribió con tal magisterio. Quedé imbuido, por unos minutos, en pasajes que hasta ahora no habían llamado mi atención. Versos sueltos, encabalgamientos prodigiosos, conceptos abigarrados y encerrados en sentencias excelentes. La lectura en voz alta es un ejercicio de la levedad, pero, en ocasiones, sacude allí donde el silencio cree estarse en la superioridad.
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