Los ojos de W.G. Sebald siempre han encerrado una misteriosa postura alterna en la forma de mirar. Me he detenido a observarlos, porque parecen hundidos en la faz de su tersa y bigotuda cara. El pelo encanecido y el desaire de su porte han significado, en Los anillos de Saturno, una talla anexa a la escritura que se refleja antes de la lectura en cada una de las partes.
Precisamente, ayer volví a abrir el libro de Sebald por puro azar, ya que el libro se cayó desde la balda al estar yo reordenando el caos de volúmenes cercanos. Al recogerlo, quise darle una hojeada, presurosa, sin detenimientos, pero hete aquí que no tuve más remedio que pausarme en una de las fotos que habitualmente incluyen sus libros: era el rostro Roger Casament.
Todo esto hubiera quedado en fugitiva anécdota o en ejercicio ventrílocuo del destino si por la mañana no hubiésemos estado hablando, M. y el susodicho, sobre la novela que acabábamos de comprar de Mario Vargas Llosa, El sueño del celta. M. me preguntaba que, para leer la novela, quizás sería necesario ir tomando alguna referencia del personaje de marras. Yo le había indicado que F.I. había contado en su columna justo lo que había realizado antes de leer la novela, leer a Conrad. Era ese ejercicio el que más me apetecía y el que, sin duda, realizaré a poco que tenga unas horas por delante sin trabas. Sin embargo, tanto insistió M., con excelente criterio, que me pasé toda la tarde merodeando alrededor de la idea. Merodeando hasta que, a la altura de mis pies, se convocó la figura de Casement a través del cedazo de la literatura de Sebald.
Es así como acabo de terminar de leer las páginas que dedica el autor alemán con una fascinación que espera extenderse hasta los territorios verbales del Nobel hispano-peruano. Porque la visión que ofrece Sebald es la de una ensoñación en Sothwould tras ver en la televisión un documental de la BBC sobre Roger Casement. A partir de ese momento, en que el autor queda en un duermevela continuo, toda su experiencia en aquellas tierras queda en la mixtura del documental y la vida.
Cuando penetre en la espesura de la prosa de Vargas Llosa para desentrañar la concepción de las profundidades del hombre, lo haré ataviado del fuego sintáctico de Conrad, pero con la incandescencia imaginativa y profusa de Sebald. No tendré más remedio, por tanto, que dejarme el bigote para poder leer como.
Precisamente, ayer volví a abrir el libro de Sebald por puro azar, ya que el libro se cayó desde la balda al estar yo reordenando el caos de volúmenes cercanos. Al recogerlo, quise darle una hojeada, presurosa, sin detenimientos, pero hete aquí que no tuve más remedio que pausarme en una de las fotos que habitualmente incluyen sus libros: era el rostro Roger Casament.
Todo esto hubiera quedado en fugitiva anécdota o en ejercicio ventrílocuo del destino si por la mañana no hubiésemos estado hablando, M. y el susodicho, sobre la novela que acabábamos de comprar de Mario Vargas Llosa, El sueño del celta. M. me preguntaba que, para leer la novela, quizás sería necesario ir tomando alguna referencia del personaje de marras. Yo le había indicado que F.I. había contado en su columna justo lo que había realizado antes de leer la novela, leer a Conrad. Era ese ejercicio el que más me apetecía y el que, sin duda, realizaré a poco que tenga unas horas por delante sin trabas. Sin embargo, tanto insistió M., con excelente criterio, que me pasé toda la tarde merodeando alrededor de la idea. Merodeando hasta que, a la altura de mis pies, se convocó la figura de Casement a través del cedazo de la literatura de Sebald.
Es así como acabo de terminar de leer las páginas que dedica el autor alemán con una fascinación que espera extenderse hasta los territorios verbales del Nobel hispano-peruano. Porque la visión que ofrece Sebald es la de una ensoñación en Sothwould tras ver en la televisión un documental de la BBC sobre Roger Casement. A partir de ese momento, en que el autor queda en un duermevela continuo, toda su experiencia en aquellas tierras queda en la mixtura del documental y la vida.
Cuando penetre en la espesura de la prosa de Vargas Llosa para desentrañar la concepción de las profundidades del hombre, lo haré ataviado del fuego sintáctico de Conrad, pero con la incandescencia imaginativa y profusa de Sebald. No tendré más remedio, por tanto, que dejarme el bigote para poder leer como.
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...y esto se presenta cuando me disponía a leer algunos de lo libros del poeta José Ángel Valente en sus Obras completas. Aunque la lectura de poesía es una lectura en campo a través, de concienzuda estancia en la vida y no de deleitoso y externo artificio. La poesía ahonda desde el prejuicio, predispone desde la conciencia. Es el género literario del ser.
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Ayer cenamos algunos amigos en torno al poeta Ángel García López. De recogida, mientras charlábamos, pude perderme con el poeta por unas callejuelas del centro, a solas, alejados de los otros. Cuando la intimidad se hizo presente, puso sus manos, porrudas, sobre mis hombros. Habíamos hablado de Gerardo Diego (maestro predilecto del poeta) y de José Hierro. Pero fue en ese instante, cuando lo miré y le pregunté por la poesía. Uno, que acababa de leer más de una veintena de libros suyos, esperaba un extenso ajuste poético. Pero el anciano poeta, el alumno de Diego, el amigo de Hierro, el lector empedernido, el poeta de verso inigualable en la música, en el fragor y la estrechez de la noche, sólo me ofreció el silencio más sonoro que he escuchado nunca.
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