El domingo fuimos al cine y allí nos encontramos con J.C.P y su señora. Acabábamos de ver todos la última película de Woody Allen, Midnight in Paris, y decidimos salir (o no lo decidimos nunca y el azar brotó y se expandió sin causa aparente) para que un coche nos recogiera a la salida y nos llevara a un cabaret donde tocaba Cole Porter. Después de una noche de idilios literarios, en que no faltaron Hemingway, Fitzgerald o Gertrude Stein y tras tomar no pocas compas de champán, decidimos que lo mejor sería terminar en Polidor, quizás para ser testigos del excelente paladar de los literatos del momento o para comernos un “castillo sangriento”, “un château saignant, como el comensal gordo que inicia 62 modelo para armar, de Cortázar, en la mesa del fondo, de frente al gran espejo que duplicaba precariamente la desteñida desolación de la sala. Por supuesto, con una botella de Sylvaner.
Desde entonces llevo pensando en las claves de la película, que son las mismas que las de aquella noche. La noche es siempre respiración y procedencia. Porque, a pesar de su aparente sencillez y de que recurra su director de nuevo a sus obsesiones (música excelente, fotografía de la ciudad genial, religión, sexo, fidelidad) ha logrado con ella algo que hasta entonces no había percibido. Toda la película está rodada con los efectos de la metáfora, embadurnada en ella como una veladura que se impregna lentamente y que lo pervierte todo incluso lo más razonable, lo más peregrino. Como queda el castillo, sangriento de metáfora.
Eso pensaba cuando, en la sala del cine, un señor se sentó a nuestro lado y dijo llamarse Eliot. Fumaba y sus gafas lo delataban como un ser extraordinariamente sensible. Reía en cada escena y afirmaba con la cabeza a pesar de que la música de Porter parecía importarle más bien poco. Los actores que encarnaban a los escritores hacían guiños y gestos cómplices con los que estábamos visionando la película y se atrevían (sí, lo hicieron, la fábula, la ficción) a corregir el guión y las escenas y el decorado. La misma Gertrude Stein me dio un beso, un beso en la mejilla con una gran potencia mientras yo le leía unos versos de Una aproximación al desconcierto interpretando a un ser furibundo y perplejo. Hoy, después de verla, y en aquel momento al pensarla, también yo fui metáfora. No dejo de recordar escenas y de reflexionar sobre la tentación del hombre de huir de su presente para instalarse en un tiempo fuera del tiempo. Sucede con estas líneas diarias que parecen escritas por sucedáneos de mí mismo y que hoy quisieran haber sido el personaje de una película que, mediante su imaginación y sus deseos, vive y sufre la fantasía más hermosa del mundo. Esta noche volveré a esperar, en las escalinatas de la alameda, el paso de los sueños y las nostalgias que hacen mejor esta cada vez más pobre vida de 2011.
Y la cave de todo, París… que no se acaba nunca. Las avenidas colmadas de la magia de la ciudad en que la luz es piedra y en que el decir del río es sonoroso. De nuevo la ciudad danzante, la ciudad de las plazas con café de amanecida y tristes discursos del ser. La ciudad en la que empezó este sueño de convertirse en escritor y en grafómano, en decir de lo oculto sus propiedades.
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