La ficción, es indudable, sobrepasa los marcos conceptuales del lector y del escritor. El discurso que se mantiene con la obra leída sigue siendo enteramente verbal. Esto supone que a partir de un discurso se cree otro, ya sea este crítico, pasajero, pedagógico, evocador e incluso literario, de nuevo. La literatura, esto es, la lectura conduce a la escritura o a la palabra oral y a la inversa. La demostración reside en que, como dice, Bayard, “podemos mantener una conversación apasionante a propósito de un libro que no se ha leído, incluso, y quizás de manera especial, con alguien que tampoco lo ha leído”.
Bien distinto es hablar de la música: no se puede hablar ni de la escuchada ni de la no escuchada, pues tanto vale decir no la escuché como la escuché. La audición de una obra no sostiene una respuesta nuevamente musical, externa, de manifestación. Antes al contrario, la música conduce a lo interno y por este motivo, cuando nos apasiona una pieza de Bach rápidamente le decimos a un amigo o conocido, “toma, escucha esto o no has escuchado…”, sabedores de la imposibilidad de reproducir nada del lenguaje musical.
Teniendo en cuenta estas aportaciones, el lector se reconoce en esa condición de deseante y de acumulador. Todo lector posee una biblioteca que sabe que jamás podrá leerla al completo, que jamás podrá dar cuenta de cada una de las líneas y los idiomas que la conforman. Así, Borges, a sabiendas de esta entelequia, entregó este anhelo a la figura del laberinto, salvaguardándose tras de su fracaso consentido. Y no es el único, cuántas veces no nos visitan amigos o conocidos que no son lectores y nos preguntan si nos hemos leídos todos los libros que tenemos o que si hemos sido capaces de leer todos y cada uno de los volúmenes que hemos almacenado. Uno se apoya en frases hechas que vienen más o menos al caso, “algunas son obras de referencia, otras las voy leyendo poco a poco, de algunos libros solo me interesan ciertas partes, etc.”, una sarta de infundios que camuflan la idea central de toda esa patología bibliófila: nunca podrán entenderlo, como no se puede entender la música mediante las palabras.
Puede haber, por tanto, maneras de no leer que sustituyan a las formas de la lectura. Ahora bien, esa experiencia siempre será algo externo, que sirva para hablar delante de un grupo de amigos, alumnos o escuchantes, pero nunca puede sustituir la experiencia interna de la lectura, aquella que va horadando en lo profundo y se manifiesta cuando menos lo esperamos. Pertenece la lectura a una parte misteriosa de nuestro comportamiento y ni siquiera la ciencia, con todos sus avances, ha sido capaz de encontrar respuestas finales a esa costumbre y a sus posteriores repercusiones. La lectura ha sido y sigue siendo el latir de la conciencia. Una persona lectora frente a otra que no lo es, se muestra distinta, con matices, misteriosamente transformada.
A estos casos podríamos sumar tantos como lectores. Algunos amigos han dejado tal o cual novela para más adelante, reservada para otra época en la que, quizás, posean más tiempo o mejores condiciones para que la lectura los embriague con más pujanza. Pero, sinceramente, no creo, a estas alturas, en la reserva de la lectura. Si el lector no está en el momento idóneo para la lectura de un libro, lo comprobará en cuanta lo abra. Puede ocurrirle a uno con muchos autores a los que no ha podido leer, que es otra de las condiciones de la no lectura. No he podido leerlo, bien por su extensión o bien por su dificultad conceptual.
Otra cosa bien distinta son los libros a los que jamás nos acercaremos. En ese caso es mejor utilizar la frase de Bartleby: “Prefereiría no hacerlo”, así utilizaríamos un remiendo literario ante alguien que probablemente no conozca que esas palabras pertenecen a un personaje de ficción, a un libro que nunca ha leído.
Así las cosas, comencé escribiendo hoy sobre la ficción y sus límites y acabo de darme cuenta de que estoy terminando con una voltereta hacia dentro. He afirmado que utilizo una frase de un personaje literario con los que vienen a recomendarme un libro que, en mi opinión, no merece ser leído y que el conocimiento de ese personaje es ajeno al que propone. Pero, ¿ajeno de qué, no es real lo literario, tan real como Bartleby, uno mismo cuando pronuncia preferiría no hacerlo?
Bien distinto es hablar de la música: no se puede hablar ni de la escuchada ni de la no escuchada, pues tanto vale decir no la escuché como la escuché. La audición de una obra no sostiene una respuesta nuevamente musical, externa, de manifestación. Antes al contrario, la música conduce a lo interno y por este motivo, cuando nos apasiona una pieza de Bach rápidamente le decimos a un amigo o conocido, “toma, escucha esto o no has escuchado…”, sabedores de la imposibilidad de reproducir nada del lenguaje musical.
Teniendo en cuenta estas aportaciones, el lector se reconoce en esa condición de deseante y de acumulador. Todo lector posee una biblioteca que sabe que jamás podrá leerla al completo, que jamás podrá dar cuenta de cada una de las líneas y los idiomas que la conforman. Así, Borges, a sabiendas de esta entelequia, entregó este anhelo a la figura del laberinto, salvaguardándose tras de su fracaso consentido. Y no es el único, cuántas veces no nos visitan amigos o conocidos que no son lectores y nos preguntan si nos hemos leídos todos los libros que tenemos o que si hemos sido capaces de leer todos y cada uno de los volúmenes que hemos almacenado. Uno se apoya en frases hechas que vienen más o menos al caso, “algunas son obras de referencia, otras las voy leyendo poco a poco, de algunos libros solo me interesan ciertas partes, etc.”, una sarta de infundios que camuflan la idea central de toda esa patología bibliófila: nunca podrán entenderlo, como no se puede entender la música mediante las palabras.
Puede haber, por tanto, maneras de no leer que sustituyan a las formas de la lectura. Ahora bien, esa experiencia siempre será algo externo, que sirva para hablar delante de un grupo de amigos, alumnos o escuchantes, pero nunca puede sustituir la experiencia interna de la lectura, aquella que va horadando en lo profundo y se manifiesta cuando menos lo esperamos. Pertenece la lectura a una parte misteriosa de nuestro comportamiento y ni siquiera la ciencia, con todos sus avances, ha sido capaz de encontrar respuestas finales a esa costumbre y a sus posteriores repercusiones. La lectura ha sido y sigue siendo el latir de la conciencia. Una persona lectora frente a otra que no lo es, se muestra distinta, con matices, misteriosamente transformada.
A estos casos podríamos sumar tantos como lectores. Algunos amigos han dejado tal o cual novela para más adelante, reservada para otra época en la que, quizás, posean más tiempo o mejores condiciones para que la lectura los embriague con más pujanza. Pero, sinceramente, no creo, a estas alturas, en la reserva de la lectura. Si el lector no está en el momento idóneo para la lectura de un libro, lo comprobará en cuanta lo abra. Puede ocurrirle a uno con muchos autores a los que no ha podido leer, que es otra de las condiciones de la no lectura. No he podido leerlo, bien por su extensión o bien por su dificultad conceptual.
Otra cosa bien distinta son los libros a los que jamás nos acercaremos. En ese caso es mejor utilizar la frase de Bartleby: “Prefereiría no hacerlo”, así utilizaríamos un remiendo literario ante alguien que probablemente no conozca que esas palabras pertenecen a un personaje de ficción, a un libro que nunca ha leído.
Así las cosas, comencé escribiendo hoy sobre la ficción y sus límites y acabo de darme cuenta de que estoy terminando con una voltereta hacia dentro. He afirmado que utilizo una frase de un personaje literario con los que vienen a recomendarme un libro que, en mi opinión, no merece ser leído y que el conocimiento de ese personaje es ajeno al que propone. Pero, ¿ajeno de qué, no es real lo literario, tan real como Bartleby, uno mismo cuando pronuncia preferiría no hacerlo?
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De las sentencias que va desgranando Bayard ,-en este libro tan goloso-, recojo: “la cultura es, en primer lugar, una cuestión de orientación”. El vacío de conocimiento en una persona cultivada no es un obstáculo para que, de pronto, alguien le hable de un pintor, un músico o un literato y ya no pueda decir nada sobre el asunto de marras, no decir nada es solo una tarea de los que no han leído. El lector usual siempre tendrá algo que decir, pues la misma condición de lector implica la de poseedor de una palabra acerca de. El individuo cultivado pondrá en funcionamiento toda una cadena de resortes y referencias y cruces de experiencias que lo conducirán a entender adecuadamente no solo la importancia de lo hablado, sino su propia opinión acerca de lo mismo.
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