viernes, 13 de mayo de 2011

He decidido que voy a comenzar el libro sobre Dante.


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Quizás todos estos textos cautivos merezcan otros aires, otra manera de ser prendidos. A veces, me asfixia la idea de que los textos han quedado inacabados, ejecutados burdamente, tristemente vertidos. Y eso solo es culpa nuestra, del amanuense, quiero decir, no del texto que brotaba o que hubiera brotado mejor en otras manos. Pero no existe la creación artística al alimón y, en mejor decir, por eso la composición conjunta siempre está con la sospecha por delante, porque todo el que crea sabe de antemano que la soledad es el condicionante indispensable, el lugar de las apariciones del talento o de lo que singular posea uno cuando se sienta a escribir.
Textos cautivos, al fin y al cabo, rescatados del blanco insatisfactoriamente. Es esa la culpa y la pena del escritor, del que no tiene certeza de qué hubiera sido de esa idea en otra persona o qué hubiera ocurrido si sus ideas hubieran sido trasladadas a otro, mejor preparado, más inteligente y dotado, ¿nos sentiríamos mejor por ello?

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Esos días en que llega un paquete de libros de una isla, porque siempre llegan de una isla los libros a una casa, adquieren un tono distinto. Al llegar a la puerta, estaban allí los volúmenes esperando una mano que los abriera. Después de tomar la copa de vino pertinente tras la comida, comienzo a abrirlo. Por un lado, un libro de poemas que al fin conoce versión definitiva, al menos hasta hoy, Una aproximación al desconcierto, de J.S.M. Por otro, Recuerdos de un torero, de Andrés Luque Gago, Dura seda, de Juan Peña, Lauda, de Pablo Moreno y Para entregar en mano, de José Luis García Martín. El método es bien conocido. Los libros de poemas los leo en cuanto los abro, sobre todo los dos o tres primeros poemas que lo inician. Luego espigo aquí y allí y, si no me ha reconvertido ninguno de los poemas o los versos, jamás vuelvo a leerlos, a no ser que aparezca por casualidad o por necesidad o por otra razón que no sea literaria. Es por ello por lo que cuando voy a leer un libro de poemas lo hago en sosiego y con tranquilidad, porque el veredicto es eterno.
Cosa distinta con la prosa. A la prosa hay que otorgarle otro tiempo de lectura, pues su sustancia así lo requiere. Para entregar en mano, de J.G.M., presenta títulos para cada uno de los textos y eso me sorprende en un diario. Me resulta difícil entender esta manía, pues ¿qué título puede uno ponerle a un día, el uno y lo diverso, que nos acoge y precipita?

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Hoy podría titularse este texto “Textos cautivos” y a lo mejor estaría cumpliendo con lo de menos, pero haciendo de más en la escritura. El cautiverio lo escribió Cervantes hace algunos siglos y acaso Borges dejó a las claras que la poesía debe demasiado al conocimiento onírico y que Virgilio y Dante fueron perseguidos por sus obras hasta desaparecerlos en la ensoñación de sentirse creados.

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