Leo ensimismado las páginas que le dedica George Santayana a Dante en Tres poetas filósofos, Lucrecio, Dante Goethe. Con una incisiva presentación, la prosa de Santayana, -traducida por Ferrater Mora-, va presentando con convicción la lectura que hizo el filósofo de la obra dantesca. Son estas páginas de admiración, pero mesuradas y escritas casi sin ambición literaria. Sano me resulta este ejercicio, escrito con limpieza y sinceridad. Acaso como los deseos expresos de su autor en el anexo que se adjunta en la edición y que reivindican la ociosidad bien entendida, como un instrumento de creación lícito.
Es, precisamente, la ociosidad lo que sustancia a un diario. Porque el diario no repara en el método y en el sistemático cumplimiento de tal o cual consigna. Es anárquico o así debería de ser y desarrollarse, como lo hace lo ocioso, que solo atiende al capricho de un hombre. La diferencia, sin embargo, entre lo meramente banal y pasajero y un diario, por ejemplo, está en las palabras. Por eso, prefiere la mayoría descansar con trabajos manuales, con distracciones que solo conllevan un esfuerzo físico a ser posible. Porque lo físico se recupera y desaparece. No así las palabras que deja uno anotadas, quedan marcadas, incisivas, percucientes. Al tiempo, cuando vuelve uno sobre ellas, a leerlas con detenimiento o desazón, siente que hubo una consciencia que le perteneció aunque solo fuera por escasos minutos, aunque solo fuera resultado de lo inefable. Sin embargo, esas palabras anotadas y que provienen de la ociosidad, quedarán después de nosotros y dirán algo de quiénes fuimos y dejarán establecidas las conductas que insinuábamos y las preferencias y las renuncias, la vida, al fin y al cabo. Es esa la diferencia entre un diario que solo quiere alzarse desde lo ocioso y otro que sabe que lo ocioso es solo una estado del ser. No puede haber concesiones a la palabra, porque no volveremos a restituirla nunca más cuando seamos solo recuerdo entre líneas.
Es, precisamente, la ociosidad lo que sustancia a un diario. Porque el diario no repara en el método y en el sistemático cumplimiento de tal o cual consigna. Es anárquico o así debería de ser y desarrollarse, como lo hace lo ocioso, que solo atiende al capricho de un hombre. La diferencia, sin embargo, entre lo meramente banal y pasajero y un diario, por ejemplo, está en las palabras. Por eso, prefiere la mayoría descansar con trabajos manuales, con distracciones que solo conllevan un esfuerzo físico a ser posible. Porque lo físico se recupera y desaparece. No así las palabras que deja uno anotadas, quedan marcadas, incisivas, percucientes. Al tiempo, cuando vuelve uno sobre ellas, a leerlas con detenimiento o desazón, siente que hubo una consciencia que le perteneció aunque solo fuera por escasos minutos, aunque solo fuera resultado de lo inefable. Sin embargo, esas palabras anotadas y que provienen de la ociosidad, quedarán después de nosotros y dirán algo de quiénes fuimos y dejarán establecidas las conductas que insinuábamos y las preferencias y las renuncias, la vida, al fin y al cabo. Es esa la diferencia entre un diario que solo quiere alzarse desde lo ocioso y otro que sabe que lo ocioso es solo una estado del ser. No puede haber concesiones a la palabra, porque no volveremos a restituirla nunca más cuando seamos solo recuerdo entre líneas.
***
Las tardes van tomando ese aspecto ofensivo del verano. Luz desesperada sobre los muros. Aire entumecido. Respiración sofocante. Sin embargo, el trigo sigue impenitente con su cuerpo de espiga y sus oros bañados. Qué sereno permanece todas las mañanas cuando lo observo, peregrino, dando cuerpo a la luz. El trigo, el fruto silencioso que aposenta sobre las lomas sus aristas. Allí, a pesar del calor y a pesar de los ojos que lo contemplan, renovará su ser cada primavera y cada vez será nuevo y estará pronunciando los salmos del aire. Únicamente yo seré el que abandone la tierra, únicamente. Y será pronto, antes de que el trigo deje de serlo por siempre en los adverbios.
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Ocurre en pocas ocasiones, pero a veces me quedo sorprendido por el hallazgo de unas palabras que nutren inesperadamente la tarde. Estas líneas que voy a traer al diario las he leído en un libro que se titula la biblioteca de Dios y que he comprado obviamente por el título, pues esa idea borgeana me hizo temblar por unos minutos y me llevó a pensar en un dios que posee una biblioteca. Una biblioteca supone una elección y una clasificación. ¿Cuál sería esas dos pautas para Dios? En este libro, decía, hay un prólogo que ahonda sus referencias a la labor de la filología, tan venida a menos en estos tiempos en que los filólogos se conforman con entrar en algunos rifirrafes de poca enjundia o con quedar como antólogos o protoprosistas.
Ofrece el volumen una definición del italiano Gino Funaioli, escrita en 1950, que acaba de ponerme por escrito justo lo que de ocioso pretendía para esta tarde: “La filología es una disciplina que quiere devolver históricamente la unidad espiritual de un pueblo a través de las manifestaciones de su ser". Para desarrollar esta labor tan compleja, el filólogo se ha despegado tanto del ser y del espíritu y de las manifestaciones, que solo le queda lo que de superficial y epidérmico ofrece la palabra.
Ofrece el volumen una definición del italiano Gino Funaioli, escrita en 1950, que acaba de ponerme por escrito justo lo que de ocioso pretendía para esta tarde: “La filología es una disciplina que quiere devolver históricamente la unidad espiritual de un pueblo a través de las manifestaciones de su ser". Para desarrollar esta labor tan compleja, el filólogo se ha despegado tanto del ser y del espíritu y de las manifestaciones, que solo le queda lo que de superficial y epidérmico ofrece la palabra.
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