AYER, por la tarde, con los calmos del levante, asistí a una magnífica conferencia en los jardines del Palacio de Medina Sidonia, en Sanlúcar. El catedrático Félix Piñero, presentado ni más ni menos que por Juan Gil, disertó con maestría sobre unas investigaciones que lo están llevando inequívocamente a situar las Soledades, de Góngora, en la geografía sanluqueña.
En cuanto llegamos a casa, no pudimos resistir la tentación y leímos, al completo y en voz alta, la primera y la segunda soledad, de Góngora, teniendo en cuenta todo lo que había apuntado el profesor de turno. Fue uno de esos días en que la filología corona la existencia, en que uno se siente recorrido por una disciplina mágica y que desbroza, al cabo de tantos siglos, los textos con la lectura atenta sobre ellos.
Después de ir anotando la cantidad de alusiones encriptadas que realiza Góngora en relación a la música, en concreto, a la armonía que desprende la contemplación de la naturaleza, recordé los versos de fray Luis, -qué paradoja-, acaso soportes verbales distintos de la misma sustancia: “Quien mira el gran concierto/ de aquestos resplandores eternales/ su movimiento cierto […]”, hasta que los versos continúan apuntando a la búsqueda de una luz pura que está en el reino de lo íntimo. Cuánto hubiera disfrutado un gnóstico con los pasajes solemnes y cadenciosos de fray Luis de León y con el verbo rapaz y laminado de Góngora.
El peregrinaje del náufrago, el recorrido simbólico de la soledad y el apego a la naturaleza, la aprehensión de la realidad como un eterno crisol de armonías que conducen a su trascendencia, la palabra antigua, el verso esculpido con la saliva del intelecto, un ilusorio pasaje del que ya tengo el recuerdo...
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