Esta noche llegaremos a Escocia, aunque ya estemos allí. El viaje, ya se sabe, principia una puesta en abismo de fascinantes aromas que anula el concepto monolítico de tiempo que manejamos. El desplazamiento trae consigo una indagación de orden moral, una verticalidad absoluta. Se ponen en funcionamiento todos los mecanismos de la otredad que poseemos y que hasta entonces no habían operado en nosotros. Son conexiones entre conceptos que nunca antes habíamos tenido y que se enredan, circularmente, con nuestra memoria y con nuestra experiencia sensorial más frecuente. Lo trastoca todo para dar orden nuevo, orden sobre lo establecido. Convierte en lo existente, con los materiales que uno posea, pero dándoles un brillo y una disposición nuevos, hacinando lo que somos, la mísera presencia que nos hace, entre la inmensidad. Es la experiencia del lector que conoce sus límites pero que posee una biblioteca más allá de sus horas, es la sensación del navegante que desea recorrer y esculcar todas las aguas, es la ambición de lo mortal que piensa que, en alguna ocasión, será más allá de sí mismo.
Esta mañana leo a Rilke, Sonetos a Orfeo, porque el poema que comencé a escribir necesita que estas letras, supremas melodías del espíritu, las impregne de la materia que trata. En la mesa, Dante y Leopardi acompañan estas metafísicas de viaje.
En Escocia podré contemplar el paisaje sosteniendo una lira y quizás los laureles alcancen su lozanía. Allí, en la frescura de otra tierra en esta tierra, podré comprobar que el hombre es el mismo y es otro, es un siendo todavía.
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