EN EDIMBURGO pude comprar dos bolígrafos que están decorados con las notas musicales de una partitura antigua. Uno es negro y el otro blanco. Los tengo reservados para escribir únicamente en los cuadernos que compro compulsivamente siempre que voy a un museo, a una exposición o a una papelería especializada en una ciudad de paso. Ahora, por ejemplo, poseo dos cuadernos nuevos que solo tienen escritas dos o tres páginas, a parte de los moleskines de distinto formato que descansan en las mesas de la casa.
Uno de los cuadernos lo compré este verano cuando visité el Museo Picasso, en Málaga. Es verde y en la portada se recrea una obra del pintor malagueño titulada Cuatro espacios con cruz quebrada, de 1932, que fue realizada en gouache sobre papel. La composición fue de mi agrado a pesar de que, algunos acompañantes expertos me recriminaran que esa obra no era significativa del autor de marras.
Hete aquí que, en cuanto me dijeron esas palabras, comencé a escribir unas notas sueltas, avivadas por las respuestas que no quise proferir en aquellos momentos, pero que me ayudaron a reflexiones posteriores de gran valía. Escribí: “Hay curvaturas de las que no conocemos sus cimas. En el entendimiento de esa ondulación, debemos descifrar la perspectiva adecuada para que nuestra recepción sea la más efectiva y plena. Piensa uno en la obra de un pintor, en sus etapas estéticas diversas y debe entender que no son más que consecuencias del intelecto, de las creencias que van fermentando de continuo. Cada vez me atrae más la idea que defiende lo siguiente: con la madurez se gana en muchas cosas, pero también se pierden virtudes irrecuperables.
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HE COMPRADO muchos libros este verano, sobre todo libros de índole filológica. Sé que estas referencias molestan a muchos escritores que definen a los filólogos con términos poco felices. Es cierto que la filología última hace poco por embadurnar la literatura con miradas inteligentes sobre su construcción, pero las obras que he comprado pertenecen a otra época, a los momentos de efusión del conocimiento filológico. Por ejemplo, al fin poseo los cuatro volúmenes de Otis H. Green titulados España y la tradición occidental (El espíritu castellano en la literatura desde El Cid hasta Calderón), obra escrita sin las mejoras para la investigación –Internet, digitalizaciones- que existen en la actualidad, pero de un calado inigualable.
Disfruto sobremanera con la compra de estos libros, sobre todo cuando especulo con lo que podrá estar pensando el librero de turno. Imaginará a un señor entrado en años, nostálgico de los volúmenes de Gredos de los años cincuenta y sesenta, que los compra para que los luzca su biblioteca. Nada más lejano de lo cierto, pero me emociona que el librero tenga esa imagen del comprador que le encarga y le facilita la salida de aquellos libros que parecen haber estado décadas en las baldas de una librería de lance.
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HAY quien denuncia la influencia de Hegel y de Heidegger en la literatura como algo nefasto. No lo creo. Heidegger ha dado algunas de las páginas más emotivas en que se armonizan escritor y lector, Hölderlin y el pensamiento, la Filosofía y la Poesía. Las reflexiones sobre la verdad y el arte o sobre el sentido trascendente de la obra artística deberían ser lecturas salvíficas para los que se enconan en jugueteos evanescentes de lo bello. Unos versos de Hölderlin son sometidos a una exégesis tremenda por parte del filósofo alemán: “Difícilmente abandona su lugar/ lo que mora cerca del origen”. La poesía es, desde luego, salto fundador en las proximidades del arte. El arte, como origen mismo del arte, como origen que propala la posibilidad de acercamiento a la verdad de la esencia. No hay respuestas en este ensayo a la pregunta milenaria, únicamente orientaciones, norteos. Quizás una de las referencias más hermosas es aquella en la que Heidegger escribe cómo la obra de arte y el artista reposan al tiempo, en concierto pleno, en lo esencial del arte. Ser y decir, desvelo y esencia, magnitud de la palabra y del lenguaje último a que sometemos el Tiempo que nos dice.
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