En un manuscrito francés del siglo XIII aparece un monje recostado y arropado con una manta gris. En la ilustración, el autor incluyó una mesa al fondo que soporta tres volúmenes y los zapatos a los pies de la cama. Sin embargo, la acción que lo conmueve todo es el acto de leer: el monje lee recostado un “libro” mientras, a lo largo de la manta que lo socorre del frío, ha dejado otros tres “libros” abiertos. La concentración es absoluta y el cuerpo mantiene cierta erección, ya que su espalda no termina de encontrar la blandura de la almohada. Se ha metido en la cama para resguardarse del frío en el invierno y no encuentra mejor asunto, mejor ocio, que el hecho de leer y escribir, porque parece que sostiene unas tablillas y un estilete.
En Málaga, mientras compraba algunos libros de poesía,-entre ellos una antología de la poeta M.V.A., Como las cosas claman-, un señor leía ensimismado un libro de Thomas Mann. Otro, a su vera, mantenía en vilo su imaginación con Delibes.
Han sido más, muchas más, las escenas que he podido contemplar en pinturas, ilustraciones o en persona de gente que lee. En todos esos momentos, ha existido una constante que es la que quiero dejar glosada en estas líneas de agosto: las miradas son hacia un infinito en que todo habita menos quien lee. Es una mirada interior que no necesita de ángulos ni de fijaciones. Se aproxima al alma, relame el espíritu y saborea un elixir del que nadie puede decir qué es.
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Desde hace unos días estoy apenado porque R.G. ya no sera compañero de trabajo. Ello implica que no podré compartir, convivir en el arte en aquellos momentos redentorios de la monotonía y el desasosiego. Sinceramente, lo lamento, ha sido una puesta en abismo que me deja solo, deambulando por los corredores de la estulticia o navegando a la deriva en la estultífera nave. En cualquier caso, debería tomarlo con una gracia del azar el hecho de que hayamos coincidido, de que nuestra vidas se hayan cruzado en alguna tangente. Ahora serán vidas paralelas, imaginadas, tremendamente añoradas.
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