DEBERÍA uno construir un acantilado para filtrar las aguas que pretenden acomodarse en la escritura. Un acantilado, digo, o cualquier filtro natural que juzgue de inmediato si el asunto es digno de aparición o si el tema es decente para que uno le busque los ropajes con el verbo. Un filtro o una primera estación y fonda en que los temas sean juzgados y sometidos a un profundo análisis o a un interrogatorio severo. Conseguiría a lo mejor dar pábulo solo a temas realmente interesantes, pero es cierto que se perdería la frescura con que se escribe sobre lo que brota sin avisos.
Algo parecido sucede cuando uno escribe, por momentos, poemas. Encuentra un magma al comienzo, un amontonamiento de vibrantes palabras que parecen definitivas. Pero qué poco dura esa efervescente aparición, tan solo unos minutos de sosiego lo desbarata todo y lo vuelve nimio. Con el tiempo, el rostro de aquellos versos queda desfigurado y ni siquiera mantiene el brío inicial y la apariencia del nacimiento. Como el que se echa al agua y comienza a nadar sin saber hacerlo bien, se levanta mucha agua, los movimientos no son mesurados, en principio todo es un violento estar para no hundirse. Sin embargo, el nadador experimentado sabe que en el concierto del movimiento está la preponderancia: movimientos precisos, juego de espejos, suavidad y sencillez aparentes.
Por ejemplo, detesto al escritor que se repite y que no consigue otorgar a su escritura nuevos bríos o de impregnar su escritura con la influencia de otros géneros, discursos o propuestas estéticas. Ante esa dubitativa necesidad de escribir y expresar, el escritor cuenta con precedentes magníficos que deberá seleccionar con tino. En este sentido, la lectura es el primer bastión y la vanguardia de la inteligencia literaria y quizás ese filtro lítico que estoy apuntando. Los escritores geniales han sido lectores geniales siempre, pero no sucede a la inversa. Y como leen, vuelvo a repetirme en mis palabras, porque todavía nado con los aspavientos del principiante sobre las aguas.
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