Tan minúscula, tan insignificante. La vida es un sucedáneo del sueño, ni siquiera posee su estructura. Es onírica por la memoria, es profética por lo subjuntivo. En su cuerpo de desboque nada es sin la presencia de lo bello, sin la presencia de armonía. Todo lo que en ella se transfigura en armonía parece sensible, lo demás es inexistente. El hombre, a su paso por este horizonte de símbolos, pretende captar una esencia, una llamarada invisible que arde por dentro y humea en lo sensitivo y percute en lo perenne: insondable silencio. Jardines, estatuas, encarnadura de mármol. El mar, la tierra, el aire todo. Los verbos copulativos, las predicaciones de lo inefable… la insuficiencia del ser mortal.
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