sábado, 22 de septiembre de 2012

COMO un códice medieval repleto de secuencias monódicas y polifónicas, como un códice secreto e íntimo que reproduzca, con otro lenguaje, lo que sucede dentro de uno. Eso es un diario y esa es la escritura subyugada a la vida de un individuo. Una serie de secuencias musicales cifradas, escritas en concordancia con una armonía que nos desvela absolutos y plenos al sonarla. Es una extrañeza y una continua labor que no tiene resultados ni pretende dirigirse a nadie más que al hombre. No hay florilegios, ni escritos pensados para que alguien puede deleitarse con ellos; tan solo la colocación de sílabas, palabras, frases, enunciados y textos que, juntos, aun sin haber tenido el mismo principio aparentemente, todos contienen dentro un origen, el mismo que nos hace humanos. 
El lector es una bóveda en la que resuenan los compases estipulados por otro hombre, el escritor. Los dos son las figuras testamentarias de la palabra y en los dos debe producirse la cadencia de un poso, un poso infinito, de maravillas celestes y reflexiones profundas. Todo texto poético que no conduzca más allá que del mero entretenimiento, de un pasajero disfrute, caerá ipso facto en el olvido. La poesia es memoria permanente de lo que somos, la palabra es nuestro lugar de apariciones. Sucede que la palabra queda elevada y superada cuando soporta la musicalización. La única convención que así lo ha entendido desde siempre ha sido la lírica, la única que expresa lo que es un hombre para decir lo que son todos los hombres.   
Por estos motivos, pienso que un diario no debe ser más que una sucesión de secuencias, unas monódicas, otras, polifónicas, todas impregnadas del ánimo de un espíritu permanente y habitante de un espacio sucesivo, en el centro de la noche, en el lugar en que ese códice se deshace y solo suena en su interior, pero ¿dónde reside el ser?