LAS lecciones de los grandes espíritus suelen ser una gran sinécdoque de la mortalidad. En este caso, las palabras pueden equipararse a una poética extensa e incluso a un poema que trate el tema. Escribe Marco Aurelio en el Libro IV, 35 de sus Meditaciones: "Todo es efímero: el recuerdo y el objeto recordado".
Y quizás Marco Aurelio, agazapado en sus labores bélicas, preocupado por la mundana estación de sus ejércitos en el terruño conquistado, estaba nombrando el centro indudable: "Ninguna acción debe emprenderse al azar ni de modo divergente a la norma consagrada por el arte". A esa norma, a la esencial plenituid de la soledad y del silencio, a la norma establecida por la armonía de naturaleza, debo el canto y la existencia.
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ACABABA de leer a Marco Aurelio, hace ya algunos. Estas líneas son de aquellos años de enfervorecidas lecturas en la madrugada, mientras estudiaba para la licenciatura y leía, por otro lado, aquellos libros que realmente motivaban mi escritura y que eran tan ajenos a las preocupaciones de profesores. Hace ya más de diez años que escribí un libro titulado Labilidad de lo humano, un libro con todos los errores que un pseudopoeta puede cometer.
Hoy han aparecido en un viejo ordenador que había estado en un rincón de la casa. Guardaba, sin saberlo, un eco especular, pues allí estaban los poemas. Realmente, podría decir que los versos presentan esa dicción de pubertad, de atropello que hace que la música y el ritmo no terminen de fluir ni de pertenecer a un individuo que los entona. Sin embargo, nada de eso me importa de ellos, no los leo con ese afán de perfección formal, pues admito sus penurias como mías, sus torpezas. Sin embargo, la idea que palpitaba en algunos de esos versos me han llevado a transcribirlos en el Diario, en esta continua corriente heracliteana que tanto me ocupa y que tan llenas están de vida y literatura. Son un pasaje más de un espíritu, no por ello, marginaciones a conciencia.
Hoy todo se ha vuelto a restablecer, con Marco Aurelio, tan efímero como su recuerdo:
[...]
Así pensado, en esencia,si somos sucesión
en lo perecedero, si la luz
volviera siempre con su canto
de posibles destierros en la tierra,
de noches sin la noche, desgajadas
y prietas,
como tomando un cuerpo entre las manos
que nos diera la medida del mundo,
¿ a qué insistir, entonces?
Si la belleza no se acaba
en sí misma,
¿no destila su aroma a los hombres
la eternidad?