VUELVE uno a tomar formar parte de esas acciones diarias que en nada lo definen, pero que tanto restan a la vida. Un desasosiego, un verdadero montículo de insensateces me rodea cada mañana: acciones sin sentido, palabras vertidas sin más, miradas que terminan por confundirse con el puzle que pende justo detrás de mi silla con la escena de un cazador de conejos. Vuelve uno a formar parte de ese paisaje cansino de oficina, a participar en las pequeñas estrategias para que esto y aquello termine de la mejor forma posible. Y lo hace uno como método de subsistencia, con la pericia de un náufrago que se sabe vencido y que solo tiene este mundo por delante.
Pienso en Pessoa, cada mañana, en sus zancadas, en su caligrafía, en su meditación de cosmos en un cuarto de quienes entregan su vida a una zafia y vacua actividad. Todo lo humano termina por ser ajeno para mí, todo lo humano que no lleve un impulso de eternidad, de traspasar la inmediatez desasosegante. Leo, escribo, trato de anotar en los márgenes para poder vivir, vivir a pulso y tratar de mirar, cuando llego a casa, a E. y a M.C. cargado de dignidad y de honradez y, sobre todo, con los bolsillos rebosantes de sueños y noches.