EN una de esas tardes de febrícula, observaba una serie de objetos que estaban repartidos en el salón de casa. Tenían formas parecidas, un formato muy similar presentaba cada uno de ellos. Se unían alegremente en un corifeo de silencios; verdes, rojos, anaranjados, de gran dimensión y minúsculos. Parecía, a veces, que formaban, en una pila, una columna dórica y, en otras, que enarbolaban un alabastro cubista. Incluso advertí una cariátide enorme y sonriente. En varias ocasiones, pude agarrar uno, abrirlo y sentir el aire que sus filamentos empujaban al sacudirse contra el aire. Expelían un olor a vida, a soledad nutricia, a fervor de silencio. Tenían unos lomos muy ajustados a sus cuerpos que anunciaban un enunciado breve, en demasiadas ocasiones, enigmático: Cuestiones naturales, Cuadernos, Vida, La casa de la presencia o El nacimiento de la tragedia. Los leía todos como si estuvieran escritos entre signos de interrogación y las anotaciones que presentaban en los márgenes de sus páginas las tuve como signos escritos en la piedra.
La fiebre me impedía emparejar esos enunciados formales con sus conceptos, con el mundo al que referenciaba. Eran universos paralelos, ajenos, inadvertidos que, sin embargo, propugnaban una fascinación profunda, un bienestar que me empujaba, como una fuerza teleológica, hacia un no sé qué con balbuceos y sueños en la noche. Eso es, todo estaba envuelto en una noche de la noche, en la blancura febril del signo de la vigilia. Fue entonces cuando recordé aquellas palabras que me impulsaron a escribir unos poemas, la vigilia es el estado del mortal. Nunca había tenido tanta consciencia y al tiempo había soportado tanta embriaguez como en esos minutos. Al fondo se escuchaban unas voces en armonía pura, como si fueran esas musas que rodearon el nacimiento del caos. Ahora sé que allí estaban los libros, estaban E. y M.C. y también entiendo, con los ojos imbuidos en la melancolía, que el universo más enorme e inexplorado vive junto a mí, en mí, cada día y siempre en esta vida.