ESCRIBIR encadena y uno debe
siempre estar buscando su libertad. Ego
scriptor, como decía Paul, sometido a las formas de la palabra y no a la
forma del pensamiento. Debes conservar
tu realidad más profunda, quizás la única con visos y ecos de la verdad que
originas.
El ejercicio consiste en comenzar
a escribir, nada más y nada menos. Estoy en Kassel, sentado en la mesa de un
restaurante chino. Me permiten un cuaderno, bolígrafos, dos o tres libros, el teléfono móvil. El resto debo escribirlo al socaire de lo que pase por la calle a la que
da el restaurante conjugado con lo que mi mollera interprete de toda esa realidad
figurada. A mi lado se encuentra un señor al que llaman Enrique y al que, con
rapidez, distingo: es mi admirado Vila-Matas. Parece que está sentado en una
mesa parecida a la que me han dejado a mí. Vila-Matas saca un portátil de un maletín, pero un señor
trajeado, con una corbata de girasoles, le impreca que solo puede utilizar los
cuadernos y bolígrafos que hay encima de la mesa. Vila-Matas parece consternado
con todo aquello, diríase que desconcertado e, incluso, dolido. De pronto, me mira, guiña un ojo
y, a continuación, me lanza una bola, una bolita de migaja, una bola con la masa suficiente
como para caer dentro del vaso de vino que me habían dejado encima de la mesa
(junto al cuaderno marrón y el bolígrafo que compré en un bello marzo en Roma, en Piazza dei Fiori, en Roma) y derramarlo en el pulcro mantel. De pronto razoné que estábamos en el Sur, de Borges, no en Kassel, sino quizás en un trópico ensoñado de pampas y urbanismos occidentales y que el individuo que a mí me parecía Vila-Matas era, en realidad, en la realidad de la ficción, Juan Dalhman.
Uno de los libros que me había llevado a Kassel fue el de
Paul, sus Cahiers. Lo primero que escribí fue: “Escribir encadena y uno debe siempre estar
buscando su libertad”. Horas, la tarde al completo. Todo terminó en un pasaje infructuoso en letras, pero viviente en ficción.