martes, 4 de marzo de 2014

ESCRIBIR encadena y uno debe siempre estar buscando su libertad. Ego scriptor, como decía Paul, sometido a las formas de la palabra y no a la forma del pensamiento. Debes conservar tu realidad más profunda, quizás la única con visos y ecos de la verdad que originas.

 El ejercicio consiste en comenzar a escribir, nada más y nada menos. Estoy en Kassel, sentado en la mesa de un restaurante chino. Me permiten un cuaderno, bolígrafos, dos o tres libros, el teléfono móvil. El resto debo escribirlo al socaire de lo que pase por la calle a la que da el restaurante conjugado con lo que mi mollera interprete de toda esa realidad figurada. A mi lado se encuentra un señor al que llaman Enrique y al que, con rapidez, distingo: es mi admirado Vila-Matas. Parece que está sentado en una mesa parecida a la que me han dejado a mí. Vila-Matas saca  un portátil de un maletín, pero un señor trajeado, con una corbata de girasoles, le impreca que solo puede utilizar los cuadernos y bolígrafos que hay encima de la mesa. Vila-Matas parece consternado con todo aquello, diríase que desconcertado e, incluso, dolido. De pronto, me mira, guiña un ojo y, a continuación, me lanza una bola, una bolita  de migaja, una bola con la masa suficiente como para caer dentro del vaso de vino que me habían dejado encima de la mesa (junto al cuaderno marrón y el bolígrafo que compré en un bello marzo en Roma, en Piazza dei Fiori, en Roma) y derramarlo en el pulcro mantel.  De pronto razoné que estábamos en el Sur, de Borges, no en Kassel, sino quizás en un trópico ensoñado de pampas y urbanismos occidentales  y que el individuo que a mí me parecía Vila-Matas era, en realidad, en la realidad de la ficción, Juan  Dalhman. 


Uno de los libros que me había llevado a Kassel fue el de Paul, sus Cahiers. Lo primero que escribí fue: “Escribir encadena y uno debe siempre estar buscando su libertad”. Horas, la tarde al completo. Todo terminó en un pasaje infructuoso en letras, pero viviente en ficción.