LA única vez que pude hablar con Eugenio Trías fue poco antes de su muerte. Estábamos escuchando unas palabras de Guillermo Carnero sobre el jardín inglés y el jardín francés. El discurso del poeta había recorrido los meandros de lo sublime hasta la aparición del Romanticismo en Europa y en España. Trías mantenía una atención llamativa; mirada fija y penetrante, cabeza erecta como estatua de antaño.
Cuando terminó Carnero con la galería de pinturas prerrománticas europeas, Trías se acercó. Uno estaba, en esos momentos, cerca de los. Aún recuerdo la lábil pero emocionada voz del filósofo cuando nos dijo, casi en susurro, que se estaba quedando sordo. Aquella declaración me dejó, lo recuerdo vivamente, desconcertado, como en una nebulosa extraña y difusa de la razón. Recordé, justo entonces, sus libros sobre la música, su insuperable trilogía sobre la fascinación de la música en occidente y su vínculo con la filosofía del límite.
Sordo, estaba sordo y ya solo comprendía los dictados del corazón, los que hacen que la vida se envuelva con el cedazo de la humildad y la belleza armoniosa en los hombres.
Los dos libros sobre Leopardi. Uno, titulado Las pasiones, con la traducción y un epílogo de mi querido Antonio Colinas. El otro, el recentísimo Leopardi de mi admirado Citati. Toda la noche en Nápoles, sin soslayar la dimensión altísima de la noche. Con la poesía de Giacomo pero, sobre todo, enredado en el Zibaldone, en la edición que compramos en Milán, ¿la recuerdas?