LA VIDA del creador literario es un enigma. Todo lo que en ella acontece es inenarrable y apenas puede comunicarse más que por el arte de la ficción. Esto sucede porque cuando la palabra edificante llega, toca al creador en su tuétano, comienza el proceso -que pertinaz fue Kafka en todo- de dilución de la vida en favor del estado flotante de la literatura.
Sin embargo, es necesario que el sustrato de la vida invisible que debe llegar el escritor contenga el origen de la verdad y de la justicia para que, la estación configurada de su palabra, amontone, desde sus raíces, una verdad, la verdad acaso, de la belleza.
Podríamos decir que ello se debe a que la propia
literatura es una fuerza orgánica en continua transformación. Una metamorfosis encarnada
en la palabra ficcional que invade, igualmente, al lector y al autor. El acto
de leer, como el acto de escribir, supone un cambio interno y profundo, una
transformación del ser que deviene en un nuevo entendimiento de la literatura. La
literatura es una aurora y un renacimiento perpetuo. Es así como la única
certeza que podríamos tener de la naturaleza de la literatura reside en que
supone una transformación y una permanencia.