IDUS de marzo. Roma, Piazza del Popolo. Estamos tomando un spritz. Dialogamos, debatimos sobre la condición humana y, sobre todo, como la rutina carcome lo lúcido del individuo hasta apagarlo y reducirlo a un insecto. Plutarco recoge el pasaje en que un vidente advirtió a Julio César de la carga trágica de esa fecha para su vida. Hablábamos de Julio César y derivamos en la acerada luz que, a nuestro alrededor, convertía la aritmética de la plaza en una ensoñación.
En los calendarios más antiguos, esta fecha suponía el comienzo del año nuevo, del ciclo lunar que principiaba un nuevo año. Celebraciones, mamuralias y demás rituales se sucedían en estas fechas. Pareciera que los suelos antiguos todavía desprenden restos fatuos de esos rituales pues, aquí, en Roma, el visitante se siente poseído por fuerzas de la consciencia extraordinarias, por una invasión de la memoria y el imaginario colectivo de una potencia extraordinaria. Estar en Roma es estar en los idus de marzo de la antigüedad, pero también en el Barroco exacerbado y en la ciudad que nutrió a pintores y músicos de todas las épocas. Estar en Roma en un ensanchamiento del ser, de las palabras que se pronuncian, pues todas adquieren una levedad inusitada, ante el cauce inmenso del tiempo en esta ciudad, quizás del tiempo eterno de la piedra encendida.