LA existencia, es la pura
existencia lo que narra la palabra. Los aledaños, las eventuales maneras de ser
no son más que ramales, meandros de un todo continuo y presente en cada uno de nosotros.
Me invade un afán épico dentro de
mí. Un incontenible desasosiego que desemboca en una épica de lo cotidiano.
Kayser identifica esto mismo en cualquiera de los géneros literarios conocidos,
pues todo depende, en última instancia, de la intención ético-estética que
encierra lo que impulsa a un mortal a orbitar alrededor de la belleza.
Historia de la belleza de
Umberto Eco descansa en la mesa junto a dos objetos de preferencia para uno. Un
separador de libros comprado en Lisboa y un bolígrafo en Roma. En muchas ocasiones, el libro es el bálsamo de fierabrás. Lo abro y leo. Esta tarde, por ejemplo, lo abrí y terminé engolado en un pasaje de Claudio Galeno de su libro Placita Hippocratis et Platonis, V, 3: " a belleza no reside en cada uno de los elementos, sino en la armoniosa proporción de las partes". Esta afirmación me conduce a Italia, a las ciudades italianas que quedan configuradas como un todo armónico; es el país que encarna esta teoría, que la interpreta y la configura y da forma. Es una manifestación concreta de una idea. Estar en Italia y ser allí es convivir con la belleza misma.
Es cierto que Venecia es la suma de sus totalidades y puede que la grandeza que zumba en el que la contempla resida en la armoniosa proporción que, al armonizarse, se metamorfosea en verdad revelada de la belleza que nombramos, pero encuentro esto en el estado natural, en las lomas, montes, costas, en la propia luz declinándose por las desinencias de la Umbria.
Cuando esto sucede, como hemos escrito aquí desde hace años, nos encontramos en el centro indudable de la belleza. En este sentido, las composiciones de Alberto Durero me provocan una fascinación que va más allá del deleite estético. No es baladí que todo el arte renacentista esté impregnado del aroma de la proporción y de la aritmética y que cualquier individuo que se sitúe en el centro de una de estas ciudades se sienta poseído por una amalgama de verdades irrefutables para sus sentidos, verdades que, como decía María Zambrano, son razones luminosas.