domingo, 19 de diciembre de 2010

En la infancia anidan unos arquitrabes perennes que retoman su cuerpo al dictado del ánimo. Ellos, aun distantes de uno mismo, sostienen buena parte de lo que somos, a pesar de que neguemos y huyamos de ese tiempo quizás ya redimido. En la infancia, ya lo dijo Cernuda, sucede lo odioso, pero también lo que nos sustancia en buena medida.
Aparecen, en los días, la inteligencia y la capacidad humanas. Comienza a desarrollarse la sensibilidad, la abstracción, las aptitudes espaciales e imaginativas. La experiencia moldea al espíritu informe que nos habitaba hasta darle figuración: su rictus es el eterno que nos atraviesa.
Si uno encuentra la plenitud en su interior, puede llegar a escribir como Dante, algún verso parecido a Virgilio, acaso una reflexión ínfima de Shopenhauer, mas una cosa es la formación y el intelecto y otra, el talento natural. Es, precisamente, ese talento natural, esa acción indomable que desapareció en la pubertad y en la madurez, la que vuelve a convocarse cuando la necesidad se expresa en los renglones de lo eterno.

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¿Qué puede escribir uno sobre el libro IV de Geórgicas, de Virgilio? Otra vez las encinas en un canto sagrado sobre Orfeo, las encinas, de nuevo, presenciando la belleza de Orfeo: “amasando a los tigres y arrastrando con su canto a las encinas”.
Quedo arrastrado como esos árboles por las líneas de Virgilio y por el tremendo episodio en que machacan a Orfeo hasta despedazarlo y arrojarlo por diversos lugares del mundo, que son los de un río. ¿No será un suceso mitológico que explique el sonido del amanecer, el canto audaz de la aurora o la brevedad asonante de la noche?

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