jueves, 23 de diciembre de 2010

Ayer, cuando llegaba a casa en medio de una tormenta, me encontré a M.C. reclinada en el sofá con cara de niña leyendo un libro de poemas. Lo sostenía con tal agrado y satisfacción, que pocas veces la recuerdo así, con tanto entusiasmo por la lectura. Lo primero que hizo fue felicitar a los antólogos y al editor del libro, ya que, como filóloga, desarrolló la manía de la lectura lenta. No hay erratas, hay una gran diversidad métrica y temática, a pesar de ser un libro con un sesgo buscado; no sobran poemas y desde el primero (y no tanto hasta el último) el libro es una panoplia preciosista y una celebración de la poesía, me estuvo comentando.
Cuando intenté leer el título del libro, ella no me dejó leerlo, la noté con una actitud pueril que me llamó la atención. Comenzó, sin embargo, a leerme en voz alta algunos poemas de García Baena, de Aquilino Duque, de Antonio Colinas, de José Jiménez Lozano, me gustan todos, repetía insistente. Cuando hubo terminado de recitar el último verso, le dije que ya sabía qué libro estaba leyendo, “es el libro de los niños”, le dije entusiasta. Efectivamente, nunca un libro trajo tanta transparencia a la casa como éste, tanto deleite para dos niños que aún recuerdan, a dos tintas, los días infantes de sus lecturas.



***
Hoy el viento azota el árbol que se aposenta delante de la casa. Lo zarandea como si fuera un enjambre al aire. De un lado a otro, sus hojas aguantan el derrumben, la escarcha y los latigazos, tremendos latigazos sobre su copa. Lo observo durante unos minutos, en silencio, sólo invadido por la música de Antonio de Cabezón, otro ciego imposible y fascinante. Con la cadencia de su vihuela, el árbol va pronunciando la fuerza de su tierra, la que lo aguanta y sostiene frente al envite. Me pregunto, ante el ritmo terciario que adquiere la música, ¿qué tierra es esa para los hombres, qué sustento poseemos para que no nos deshojemos tan pronto?

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