Por diversas circunstancias hoy escribo en la cocina de mi casa. Nunca lo había hecho antes en esta casa, escribir en esta cocina, nunca antes había urdido un texto para el diario, aquí, en pie, embriagado de olores y sustancias de la tierra. Lo hago cerca de un lebrillo cargado de frutas, porque nos gustan, sobre todo, las manzanas verdes. También hay naranjas, kiwis y limones. Mi abuelo era un adicto al limón, todo lo aliñaba con limón y gracias a él todavía utilizo el limón como un bálsamo infalible.
Sobre las frutas, descansa la maja o machacadera que utilizamos el domingo pasado para elaborar un ajo sanluqueño con la familia junto a un mosto recién comprado. Recuerdo ahora la estampa y sonrío: mi padre ejerciendo de ajero, mi madre estudiando las porciones, el resto entregados a las virtudes del vino.
Hay un aire en esta cocina de escasa voluptuosidad gastronómica, porque nos gustan los alimentos en su porción exacta. Ni siquiera el salchichón ibérico que cuelga de una guita desentona como lo haría un ripio.
Por otro lado, sobresalen las especias, por su colorido, así como los aceites y vinagres. Aquí declaro mi engolada manía de tomar un buen vinagre. Por supuesto, hay una cafetera que anida encima del fuego, perennemente, y este año una pata de jamón que vino hace unas semanas.
Ante las frutas, sólo nos queda imaginar el colorido de su piel como un rastro de su proteica vida. Ante ellas, ante su inmarchita felicidad verde o aterciopelada, me he sentido enjuto y seco, tanto como un higo que se declara a salvo del agua y de los jugos.
Sobre las frutas, descansa la maja o machacadera que utilizamos el domingo pasado para elaborar un ajo sanluqueño con la familia junto a un mosto recién comprado. Recuerdo ahora la estampa y sonrío: mi padre ejerciendo de ajero, mi madre estudiando las porciones, el resto entregados a las virtudes del vino.
Hay un aire en esta cocina de escasa voluptuosidad gastronómica, porque nos gustan los alimentos en su porción exacta. Ni siquiera el salchichón ibérico que cuelga de una guita desentona como lo haría un ripio.
Por otro lado, sobresalen las especias, por su colorido, así como los aceites y vinagres. Aquí declaro mi engolada manía de tomar un buen vinagre. Por supuesto, hay una cafetera que anida encima del fuego, perennemente, y este año una pata de jamón que vino hace unas semanas.
Ante las frutas, sólo nos queda imaginar el colorido de su piel como un rastro de su proteica vida. Ante ellas, ante su inmarchita felicidad verde o aterciopelada, me he sentido enjuto y seco, tanto como un higo que se declara a salvo del agua y de los jugos.
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Sólo puedo decir algunos título que leo. El libro de Fumaroli, a Vargas Llosa o a Tólstoi. También la biografia de Wiesenthal, aunque buena parte ya la leí en sus obras anteriores, la poesía de Borges, todos los días durante dos semanas he leído en el tren, a diario, las poesías de Borges. Bancos de niebla, Juan Carlos Palma, que presentamos ayer en Sanlúcar y de la que escribiré con más detenimiento. Y, en los últimos meses, releo la Biblia.
Intercalo páginas de mi admiradísimo Thomas Mann, de Yeats, Eliot, Cervantes. Herman Broch, fue leído durante algunas horas. Dante, siempre, Dante…mas, ¿para qué sirven estas colecciones de páginas huidas, estas menciones como frutas almacenadas en un lebrillo de barro, seco, desapercibido?
Intercalo páginas de mi admiradísimo Thomas Mann, de Yeats, Eliot, Cervantes. Herman Broch, fue leído durante algunas horas. Dante, siempre, Dante…mas, ¿para qué sirven estas colecciones de páginas huidas, estas menciones como frutas almacenadas en un lebrillo de barro, seco, desapercibido?
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